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Бенито Перес Гальдос
Heath's Modern Language Series: Mariucha

Escena V

María, Vicenta; León, por la izquierda.

León. (En la puerta, gozoso, gallardo, descubriéndose.) Saludo a María, estrella de la mañana, torre de marfil, asiento de la sabiduría.

María. Ora pro nobis. (Riendo.) ¡Cómo viene hoy! (Ocupa su sitio en la mesa.)

Vicenta. (Aparte.) ¡Jesús, qué saludos tan poéticos usa este hombre carbonífero!

León. Señora Alcaldesa, Dios la guarde. (A María.) Hoy, más que ningún día, anhelaba yo venir a tomar sus órdenes.

Vicenta. (Aparte.) ¡Y entra aquí como en su casa! Pues yo no me voy sin enterarme… (Retirándose a la izquierda.)

María. No se aparte usted, Vicenta. Todo lo que hablemos León y yo puede usted oírlo.

León. Tratamos de negocios. (Saca una voluminosa cartera y la pone en la mesa.) Señora Alcaldesa, acérquese usted. Aquí no hay secreto, porque los arrebatos de mi admiración por esta señorita sin par, de nadie los recato… quiero que sean públicos.

Vicenta. Y lo serán… Ya empiezan a serlo.

María. Vaya, vaya, tenga juicio.

Vicenta. (Maliciosa.) Creo haber oído… que María debe a usted sus conocimientos mercantiles.

León. No merezco el honor de llamarme su maestro. Si esto se dice, será porque algún ejemplo de mi azarosa vida le sirvió de lección saludable. De aquellos ejemplos ha sacado su ciencia; de su ciencia, sus triunfos y la reparación de su casa y familia.

Vicenta. ¿Es cierto, amiga mía?

María. Cierto será cuando él lo dice, Vicenta.

Vicenta. Bien. (A León con picardía.) Sabe mucho su alumna.

León. ¡Que si sabe! (Observando a María, que sonríe.) Vea usted esos ojos, que penetran en toda la realidad humana.

Vicenta. ¡Los ojos!… Ésa es la ciencia que a usted le fascina, señor mío.

María. No le haga usted caso, Vicenta. Hoy le desconozco: el hombre más aplomado y más sereno del mundo, se nos presenta como un cadete sin juicio… ¿Qué le pasa a usted hoy?

León. Me pasa… Pues verá usted: hoy he despertado con una idea luminosa, que repentinamente brotó en mí como una inspiración. Pensé…

María. (Con gran interés, levantándose y pasando al centro.) ¿A ver, qué ha pensado el hombre?

León. Muy sencillo… Pienso… como si Dios murmurara en mi alma… pienso que después de tanto penar, después del largo espacio de soledad y afanes en mi trabajosa vida, ya merezco el descanso, la alegría. Acábese mi Purgatorio y denme el Cielo, que ya tengo bien ganado.

Vicenta. ¿Y quién es usted para decir y afirmar que lo merece ya?

María. Eso sólo Dios lo decide.

León. Pues… a eso voy. Creo que Dios ha decidido mi indulto.

María. ¿En qué se funda para creerlo así?

León. En que… hoy, hoy ha dispuesto Dios… algo que estimula mis esperanzas. Y al hacerlo así, me ha dicho…

Vicenta. ¿Dios?… ¿Pero habla Dios con los comerciantes?

León. Alguna vez… Pues me ha dicho… «Pobre alma, acábese tu suplicio… ven… llama a la puerta de mi Cielo… No faltará un ángel que te abra…»

Vicenta. ¿Y ha llamado usted?

León. Voy a llamar.

Vicenta. (Aparte.) Sin duda estorbo para el llamamiento… Pero aquí me planto.

María. (Queriendo variar de conversación.) En fin, loquinario, ¿viene usted o no a que pongamos en orden nuestras cuentas?

León. No… Digo, sí… vengo a eso… y a otra cosa. Empecemos por las cuentas.

Vicenta. (Apartándose.) ¡Ay, ay, ay! Estas cuentecitas… me parece a mí que es el diablo quien las arregla.

León. (Saca de su cartera un papel.) Liquidación de azulejos.

Vicenta. ¿Qué, también vende alfarería? En el nombre del Padre…

León. Alfarería y cerámica superior. ¿A qué ese asombro? Mi discípula pidió a Sevilla dos partidas de azulejos: la una superior, con reflejos metálicos… la otra ordinaria. A mí me dio el encargo de colocarlas… ¿Pero no ha visto usted el zócalo del nuevo salón del Ayuntamiento?

Vicenta. Y los portales de las casas nuevas… sí.

León. (A María.) La clase superior se ha vendido ya totalmente. La otra ya irá saliendo. Liquidaremos las dos…

María. No: liquidemos sólo la partida realizada.

Vicenta. (Aparte.) Estas partiditas y estas liquidacioncitas… ¡ay! (Suspira.)

León. (Saca billetes de su cartera.) Son ochocientas treinta y dos… Rebajadas las letras de Aguiló Hermanos, Pasamanería, que pagué, resultan…

María. (Después de hacer rápida cuenta.) No tiene usted que darme más que cuatrocientas catorce, con diez céntimos.

León. Hija, no: seiscientas veintiocho.

María. ¿Y su comisión, no la descuenta?

León. Deje usted. Otra vez será.

María. No, no. ¡Lucido está el maestro! ¡Vaya un ejemplo que me da!… No hacemos más tratos si no descuenta ahora mismo…

León. Bueno, bueno: no riña. (Contando.) Cuatrocientas catorce… No discuto con usted ninguna de las formalidades mercantiles, y tomo lo que, según convenio, me corresponde. Esto no quita para que esté dispuesto ahora y siempre a dar a usted mi hacienda toda, mi vida, y mil vidas si mil tuviera.

Vicenta. (Aparte.) ¡Ay, Dios mío, esto está perdido!

María. Pues con esto, unido a lo que me trajo usted ayer por las vajillas de porcelana superior y la cristalería de Bohemia (Contando en la cesta del dinero)… y otras cosillas, tengo en mi caja más de dos mil pesetas… Verdad que hay aquí un ingreso… (Picaresca.)

León. ¿De qué?

María. ¡Curiosón!… Esto es una partida secreta… un dinerito que me ha caído del Cielo. No puedo decir más.

Vicenta. (Aparte maliciosa.) ¡Qué cielo será ése, Señor, de donde caen estos dineritos!

María. Bueno, bueno. Pues lo que debo a usted sigo pagándolo en partiditas… Abóneme otras trescientas pesetas. (Se las pone delante.)

León. ¿De veras no las necesita? Antes que los principios, está la conveniencia de usted.

María. (Insistiendo.) No, hijo: cuando digo que…

Vicenta. (Aparte.) ¡También le presta dinero!

León. (A Vicenta.) Estos son negocios, esto es ley y mutuo auxilio comercial, señora Alcaldesa.

María. Llevamos nuestras cuentas con todo rigor.

León. Aquí no hay engaño ni misterio. Señora mía, está usted en la casa de la sinceridad, de la honradez más pura.

Vicenta. Sí, sí… Pero estos tratos y combinaciones…

León. (Con brío.) A gritos los digo yo en medio de la calle. Y puesto a descubrir mi alma, gritaré también que quiero a María, que la quiero con amistad, con respeto, con amor: la trinidad del querer…

María. (Riendo.) ¡Qué sutil y qué hiperbólico, Dios mío!

Vicenta. ¿Pasión tenemos?… Ya dije yo…

León. Culto fervoroso que no quiere ni debe ocultarse.

María. Basta ya… Cállese la boca. Sea usted discreto.

León. No puedo callar. La realidad presente me ordena la indiscreción.

María. (Confusa, turbada.) ¿Qué realidad es ésa que ayer no existía y hoy sí?

León. Ha llegado la ocasión de que todos los buenos afrontemos la verdad de la vida, y despreciemos todo artificio por imponente que sea.

María. (Con gran confusión.) ¿Qué dice?… ¿qué pasa?

León. Cualquier suceso inesperado abre a la voluntad humana caminos nuevos.

Vicenta. Ya, ya. (Con pretensiones de agudeza.) Crisis comercial… ¿no es eso?

León. Sí, señora… crisis.

María. ¿Crisis en el comercio de usted o en el mío?

León. En los dos… No, no: en el de usted.

Vicenta. Subida inesperada en el precio de los artículos.

León. Sí… Artículo hay que ha estado por los suelos, y ahora sube, sube…

María. No entiendo…

Vicenta. Y vendrá la quiebra.

León. Para impedir la ruina de mi amiga, le propongo mi apoyo comercial.

María. ¿Cómo?

Vicenta. Es muy sencillo… asociándose…

León. Propongo un negocio comanditario… sobre nuevas bases… Formulado lo traigo aquí. (Saca de su cartera un pliego sellado.)

María. (Con gran curiosidad, tomándolo.) A ver, a ver… (Trata de abrirlo.)

León. No, no: la índole delicada de este nuevo negocio exige que usted no se entere de él hasta que pueda consagrarle toda su atención… en la soledad.

Vicenta. Ya… estorbo.

María. No. (Persistiendo en su confusión.) ¡Si no es amor, Vicenta: es…!

Vicenta. ¿Que no? Abra usted y lea.

León. Ahora no.

Vicenta. ¡Si bien claro lo dijo antes! Huido del Purgatorio, se atreve a llamar a las puertas del Cielo.

León. He llamado, sí… ¡y con alma!

Vicenta. Me parece que no le abrirán, señor mío. (Mira alternativamente a León y a María. Pausa. María mira al suelo, a León; mira la carta. Con los ojos expresatodo: alegría, expectación, miedo de dar a conocer sus sentimientos ante su amiga.)

León. (Que ha recogido rápidamente su cartera y sombrero.) Si no me abren, si soy despedido, volveré al lugar de suplicio y expiación. Sé padecer; conozco el dolor; viviré recogido y encerrado en el desconsuelo infinito… sin que por eso flaquee mi fe cristiana. Siempre diré: Dios en las alturas, María en la tierra. María es la paz; María es la esperanza, la flor y el fruto de todo bien… (Se retira hacia la izquierda.) He llamado y espero. (Hace ligera reverencia y se va. María le sigue con la mirada. Permanece absorta.)

Escena VI

María, Vicenta; después Cirila.

Vicenta. (Mirándola con severidad.) Lea usted… lea para sí. Hágase cuenta de que está sola.

María. (Vencida de la curiosidad, rasga el sobre;desdobla con febril mano el papel, y lee rápidamente.) «En previsión de una crisis próxima…» ¿Ve usted? no es nada. Cosa de política, de comercio…

 

Vicenta. Amiga querida, estoy asustada. Preveo cosas muy graves.

María. ¿Por qué?

Vicenta. Ya sabe usted cuánto la quiero. Lo que he visto y oído aquí paréceme un principio de grandes desastres.

María. (Abrasada de curiosidad, vuelve a desdoblar lacarta.) Permítame un instante. (Lee para sí.) «Crisis de familia…» (Se interrumpe al oír la voz de Cirila; vuelve a replegar la carta.)

Cirila. (Entrando por la derecha.) Los señores Marqueses bajan ahora.

Vicenta. Yo me voy. (Retrocede.) Hemos quedado en ir juntas a la romería. Vendrán conmigo las de González. Por Dios, María, que no se arrime a usted ese hombre, que no caiga en la estúpida presunción de acompañarla.

María. (Sin oír lo que dice.) Bien… sí… Hasta luego, amiga mía.

Vicenta. Adiós.

María. (En cuanto la ve salir, lee rápidamente saltando de una carilla a otra.) «Este inmenso amor mío, hijo de la adversidad, tiene de su madre la firmeza y la esperanza…»

Cirila. (Mirando por la derecha.) Ya vienen…

María. (Lee saltando.) «Soy incandescente. Ardo: no me consumo. Siempre espero. (Saltando.)… alma superior, fuerte… La vida armónica… eficaz. (Repliega la carta y la esconde al sentir la voz de su padre.)

Escena VII

María, Cirila, Don Pedro, Filomena, Don Rafael.

Don Pedro. Hijita del alma, los ratos que nos roban tus quehaceres nos parecen siglos.

Filomena. Y siglos de tristeza, porque debemos decirte…

Don Rafael. ¿Qué?… ¿Ya empiezan a reñirla?

Don Pedro. ¿Quién habla de reñir? Adorada Mariucha, tus ideas de mujer entendida y laboriosa han sido el remedio de nuestra desdicha. Pero…

Filomena. Te agradecemos en el alma lo primero que hiciste por nosotros…

Don Pedro. La venta de tu ropa de lujo nos pareció un rasgo de cariño filial. Lo demás…

María. ¿Lo demás, qué…?

Don Rafael. Lo diré yo. Es que no pueden habituarse… cuestión de sangre, de nacimiento… no se acomodan a estos menesteres mercantiles.

María. Bah, bah. (Acariciándoles.) Por Dios, queridos papás, reflexionad en lo que consumimos; y si habéis pensado mejor arbitrio para vivir decorosamente, decídmelo… Pero ahora no. (Impaciente.) Estoy de prisa.

Filomena. ¿Tienes que salir?

María. Voy con Vicenta a casa de Josefita.

Don Pedro. Ya… Pues vete, vete.

Filomena. ¿Volverás pronto?

María. (En el ángulo de la derecha, quitándose el delantal.) En seguida… Dime, papaíto: de las remesas de esperanzas que te hace mi hermano, ¿ha resultado algo positivo?

Don Pedro. (Con tristeza.) Nada, hija mía.

María. Ya ves que ni le han hecho diputado, ni le ha salido aquel negocio, ni nada…

Filomena. Pero en su última carta nos dice, con cierto misterio, que no tardarán en despejarse los horizontes.

María. (Arreglándose.) No os fiéis de horizontes, ni de las nubes esperéis nada bueno. Miradme a mí, que quiero ser vuestro cielo, y más aun vuestra tierra. Dejadme que os gobierne, que os cuide, que os alimente… Sed modestos, sencillos, y no soñéis con grandezas alcanzadas por arte de magia. (Vuelve al centro ya vestida, el sombrero en la mano.) Mil veces os lo he dicho y hoy os lo repito. El noble arruinado no debe obstinarse en aparentar la posición perdida. Hágase cuenta de que se ha caído de la altura social, y al caer… naturalmente… cae en el pueblo… en el pueblo de donde todo sale y a donde todo vuelve.

Don Pedro. ¿Pueblo nosotros?… Shocking.

María. (Expresión de incredulidad y burla en el Marqués y Filomena.) ¿No lo creéis, dudáis?… Pues no dudéis nunca del amor ni de la abnegación de vuestra hija.

Filomena. (Poniéndole el sombrero.) Sí, sí… No dudamos… Pero no te detengas, hija.

Don Pedro. (Deseando que salga.) Lo primero tus asuntos.

María. No tardaré. (Indica a Cirila las cajas que ha de llevar.)

Don Rafael. (Aparte a María, junto a la puerta.) ¿Volverá usted pronto?

María. (Aparte a don Rafael, con vivo afán.) Sí: espéreme usted aquí, don Rafael. Tengo que hablarle.

Don Rafael. ¿Cosa de importancia?

María. De inmensa importancia y gravedad.

Don Rafael. Aquí estaré. (Sale María, seguida de Cirila con cajas.)

Escena VIII

Don Pedro, Filomena, Don Rafael.

Don Pedro. (Esperando que se aleje.) Ahora, aprovechando su ausencia… (A Filomena, que se asoma ala puerta.) ¿Está lejos?

Filomena. Ya están en la calle… Registremos todo. (Dirígense los dos a la mesa de escribir.)

Don Rafael. ¿Pero qué hacen?

Don Pedro. (Probando a abrir el cajón de lamesa.) Veamos si se encuentra aquí la clave de este misterio.

Filomena. (Dándole un manojito de llaves.) Prueba con estas llaves.

Don Rafael. Pero, señor Marqués…

Don Pedro. Alguna habrá que sirva. (Probando llaves.) Ésta no va… probemos otra.

Don Rafael. Permítanme que les diga…

Don Pedro. Sí: que es cosa fea esta violación de cerraduras…

Filomena. Pero se trata de un ser adorado…

Don Pedro. Que no queremos que se nos extravíe.

Filomena. Nos encontramos frente a un tremendo enigma…

Don Pedro. (Probando otra llave.) A ver ésta… Señor don Rafael, el enigma es éste: ¿cómo se puede atender a las necesidades de esta familia, y pagar el colegio de los niños, vendiendo flores de trapo y jugando a las tiendas?

Don Rafael. Puede ser, cuando ella lo hace.

Don Pedro. Pero de veras, don Rafael, ¿usted no duda?

Filomena. ¿No sospecha…?

Don Rafael. (Con energía.) Ni sospecho ni dudo. Yo creo en María.

Don Pedro. (Lanzando una exclamación de alegría al sentir que se abre la cerradura.) ¡Ah! (Tira del cajón.)

Filomena. ¡Abierto! (Se aproxima con viva curiosidad.)

Don Pedro. Venga usted, señor Cura, y examine…

Don Rafael. (Alejándose.) Yo no: soy confesor; pero no abro las conciencias con llave falsa.

Filomena. (Dando prisa a don Pedro.) Registra pronto, por si vuelve.

Don Pedro. (Sacando con gran respeto la cestilladel dinero.) ¡Santa Bárbara, cuánto dinero! (Se asombra de su contenido.)

Filomena. (Mirando el dinero sin contarlo.) Pasa de quinientas pesetas…

Don Pedro. (Contando a la ligera.) Doscientas… cuatro… seis… Y también mil… (Más asombrado.) ¡Y también dos mil!… Y aquí un sobre que contiene billetes. A ver, ¿qué dice aquí? (Lee el sobre.) «Dinero del Cielo.»

Don Rafael. (Aparte.) ¡Ahora es ella!

Don Pedro. Tanto dinero me pone en gran confusión.

Filomena. Y a mí.

Don Rafael. A mí no. Dios ha favorecido a la niña en sus negocios.

Don Pedro. La legítima ganancia no puede ser tan grande.

Filomena. No nos hará creer don Rafael que Dios multiplica los billetes de Banco.

Don Rafael. ¿No multiplicó los panes y los peces?

Don Pedro. Amigo mío, no estamos en los tiempos bíblicos.

Don Rafael. En los tiempos bíblicos y en todos los tiempos, Dios hace lo que le da la gana.

Filomena. Y este dinero bajado del Cielo, ¿qué significa? Yo no lo entiendo.

Don Pedro. Queridísimo Cura, ¿no comprende usted que hay misterio?

Don Rafael. Misterio habrá. Pero mi fe religiosa me ha enseñado a creer lo que no entiendo. Creo en María.

Filomena. (A Don Pedro.) Sigue… A ver si los papeles nos aclaran el enigma.

Don Pedro. (Pone la cestilla donde estaba. Saca papeles.) Cuentas… facturas…

Filomena. Lee.

Don Pedro. (Leyendo.) «Letras pagadas por León… Saldo con León…»

Filomena. ¿Y esto, don Rafael?… ¿Qué dice de esta ingerencia del carbonero en los asuntos de mi hija?

Don Rafael. (Imperturbable, paseándose.) Creo en Mariucha.

Don Pedro. (Examinando otro papel.) Una cuenta de sus gastos… (Lee.) «Caja de puros Henry Clay para papá… la pensión de los niños… (Alzando la voz.) Pagado a León…»

Filomena. (Que también ha examinado papeles.) Y aquí: «Cobrado de León…» Esto ya es demasiado.

Don Pedro. (Repitiendo.) ¡Debido a León… entregado a León… recibido de León!… ¡Pero esto es una cueva de leones! (Se levanta indignado.)

Filomena. (Con disgusto.) Déjalo ya… tapa… cierra.

Don Pedro. (A Don Rafael.) ¿Qué significa la repetición de este maldito nombre en todos los apuntes, en todas las cuentas?

Don Rafael. No sé… Con leones y sin leones, creo en Mariucha; creo en la que ha sido y es imagen de la Providencia, mensajera de los consuelos que Dios envía a una desgraciada familia…

Filomena. ¡Oh, quién pudiera creer…! (Óyense las voces de Corral y Bravo dentro.)

Don Pedro. ¡Si esa fe se nos pudiera comunicar!… ¡Ah! ¿Qué voces son esas?

Escena IX

Don Pedro, Filomena, Don Rafael, Corral, Bravo.

Corral. (En la puerta, ambos con grandes aspavientos de alegría, descubriéndose.) ¡Vivan los señores Marqueses de Alto-Rey!

Bravo. ¡Vivan…!

Corral. ¡Viva el muy ilustre caballero, la nobilísima dama y la elegantísima señorita, el elegantísimo ángel…! (Notando la ausencia de María.) ¿Pero no está el ángel…?

Bravo. ¡Vivan todos, vivaaaan!

Don Pedro. (En gran confusión.) ¿Pero qué es esto?… ¿Por qué tanto júbilo?…

Don Rafael. ¿Os ha picado la tarántula? (Don Rafael lleva aparte a Bravo para interrogarle.)

Filomena. (Muy impaciente.) Explíquenos, Corral…

Don Rafael. (Aparte a Bravo, oída su explicación.) ¿Pero es verdad?

Bravo. He visto los telegramas…

Don Rafael. ¡Dios nos asista! Esta gente se va a volver loca.

Corral. (A los Marqueses.) No les doy la noticia sino a cambio de una promesa.

Don Pedro. (Vivamente.) Sí, sí… por prometido, por prometido.

Corral. Promesa, seguridad quiero de que han de influir en el ánimo del ángel de la casa… para que…

Don Pedro. Bueno, bueno… se hará… Diga…

Escena X

Los mismos; el Alcalde, María, Cirila, que entran por la izquierda.

Alcalde. ¿Qué…? ¿Se me han anticipado estos locos?

Don Pedro. (Abrasado de impaciencia.) Alcalde, ¿qué hay?

Alcalde. Que me debe usted una merienda en el campo. He ganado la apuesta.

Don Pedro. ¡Ah! (Quédase con la palabra atravesadaen la garganta.)

Filomena. (A María.) ¿Hija… qué?

María. (Sin mostrar alegría, pero sin afectación de pena.) Queridos padres, vuestras esperanzas son realidad. Mi… (Iba a decir «mi hermano:» se corrige.) Vuestro hijo será antes de una semana… el esposo de Teodolinda.

Don Pedro. ¡Jesús!… ¡Oh!… (Quiere hablar y no puede. Queda como paralizado.)

Alcalde. La noticia es de las que al modo de centella pueden herir. Por esto Cesáreo se sirve de mí como pararrayos. Vean los telegramas. Son de ayer: han venido con retraso. (Les alarga los telegramas. Filomena los arrebata.)

Filomena. Déme…

Don Pedro. No, no… mentira… no creo… (Es acometido de una violenta perturbación nerviosa.)

Filomena. (Leyendo trémula, la voz cortada.) «Casamiento… lunes próximo… Teodolinda… abraza a sus padres… amorosa hija…»

Don Pedro. (Alelado.) No creo… no creo… Millones de pesos… diez… Falso, falso… no existen… fantasía números… ilusión… mentira…

Filomena. (Mostrando los telegramas.) Pero, hijo, mira…

Don Pedro. (Tiemblan sus manos; su mirada divaga. Cae en el sillón. Acude María a su lado.) Tele… telegramas mentira… de la elec… elec… tricidad. (Compungido, con amago de parálisis.) Quieren vol… volverme loco. Quieren ma… ma… tarme.

María. Cree, papá, y alégrate.

Don Pedro. (Abrazando a su esposa con infantil ternura.) ¡Filomena!

Filomena. Tanto padecer ha tenido al fin su término.

Don Pedro. (Abrazando a su hija.) ¡Hija del alma, ángel del Cielo…!

María. (En brazos de su padre.) Ya eres feliz, papaíto querido. (Entra Cirila con un vaso de agua.)

Don Pedro. (Levántase y acude a ellos.) Don Rafael, Alcalde, Corral, Juez… ¿Pero es verdad?

Don Rafael. Sí: creo en María… (Corrigiéndose.) Creo en Cesáreo… (Se aparta con Bravo.)

 

Alcalde. Dios no abandona a los buenos.

María. (Ofreciéndole el vaso de agua.) Bebe un poquito de agua, y serénate. (Continúan María y sumadre animándole con cariñosas expresiones. Forman grupo junto a una de las rejas del fondo.)

Don Rafael. (Con Bravo a la izquierda.) Con este inaudito casorio, que no sé si es obra de Dios o del mismo diablo, tendremos al don Cesáreo de perpetuo cacicón, o feudal amo de todo este territorio. (Se agregan el Alcalde y Corral.)

Bravo. Sátrapa y mandón de Agramante para in æternum.

Corral. Ayer fueron inscritas en el Registro las Albercas.

Alcalde. Y las pertenencias más ricas de Somonte son suyas.

Don Rafael. Y el aire, y el sol, y la luna… y nuestra respiración, y hasta las pulgas que nos pican. (Incomodadose aleja del grupo.)

Don Pedro. (Que ha leído con infantil risa los telegramas.) Bien claro está. (Lee.) Saldré… recoger familia…

María. Pero no dice cuándo.

Filomena. Será hoy, mañana…

Don Pedro. Naturalmente, iremos a la boda… Ya creo, ya creo. (Su crisis nerviosa se resuelve subitamente en una inquietud o desvarío mecánico. Recorre la escena con paso inseguro; después en actitud gallarda y altanera.)

María. (Siguiéndole.) Papá, ten calma…

Don Pedro. (A Filomena, que también le sigue.) Inmediatamente, dispón los equipajes…

Filomena. Recogeremos todo. Puede llegar Cesáreo de un momento a otro…

Don Pedro. ¡Adiós, maldito Agramante; adiós, triste destierro…!

María. Papá, no maldigas esta tierra de nuestro descanso.

Alcalde. Lo que es alegría para ustedes es pesar para nosotros. Se van. (Don Pedro, María, Corral, Bravo forman grupo a la izquierda hablando de si se van o no pronto. Filomena pasa a la derecha, donde está don Rafael meditabundo.)

Filomena. Ahora, mi venerable amigo, me toca a mí estar alegre, en premio de la alegría que di a los pobrecitos enfermos, a quienes usted socorrió con mis ahorrillos…

Don Rafael. ¡Mucho, mucho!… Pues se pusieron contentísimos, y se arreglaron, vivieron…

Filomena. ¿Y eran enfermos graves…?

Don Rafael. Gravísimos, amiga mía… Socorrí a una familia en la cual estaban todos… o casi todos, locos perdidos.

Filomena. ¿Furiosos?

Don Rafael. Así, así… Eran más bien pacíficos.

Filomena. Pues ahora, en acción de gracias, el primer dinero que caiga en mis manos será para…

Don Rafael. (Con gracejo irónico.) Otro mantito para la Virgen…

Filomena. Y que será espléndido.

Don Rafael. ¡Oh, sí: mucho, mucho! Manto bordado de perlas y esmeraldas con una orla en que se repita esta dulce leyenda: Creo en María. (Filomena cruza las manos con emoción beatífica. Siguen hablando. Don Pedro continúa rodeado de todos en el otro grupo,rebosando satisfacción.)

Corral. Ahora, señor Marqués, como si lo viera, me le hacen a usted Embajador.

Don Pedro. (Vanidoso, sin perder su dignidad.) No diré que no. Quizás lo aceptaría por complacer al Gobierno, y porque me conviene tomar las aguas de Carlsbad. (A María.) Y a ti te probarán muy bien las de Charlottenbrunn, en Silesia.

María. ¿A mí? ¡Si estoy reventando de salud! (Apartada de todos los grupos, se sienta junto a una delas rejas. Su actitud es de inquietud y melancolía.)

Don Pedro. Y para ti, Filomena, están indicadas las de Teplitz, en Bohemia.

Filomena. No hagas proyectos, hijo, que ya es hora de sentar la cabeza.

Don Rafael. ¿Y qué falta le hacen a usted embajadas, don Pedro?

Don Pedro. En todo caso, alguna de las que no dan quebraderos de cabeza y son puestos de pura etiqueta: por ejemplo, la de San Petersburgo.

Corral. Vale más que le hagan a usted embajador en Agramante.

Alcalde. En este territorio, sí, donde ha de tener Cesáreo tanta propiedad…

Don Pedro. Ya puede mi hijo ir pensando en mejorar los cultivos. Yo tengo pasión por la agricultura. (Jactancioso.)

Don Rafael. ¡Mucho, mucho! (Explicando don Pedro sus planes agrícolas van pasando al centro. María y Corral quedan a la izquierda.)

Corral. (Aparte a María.) Por última vez, Mariquita…

María. ¡Por última vez! Ya respiro.

Corral. Allá va mi… ultimatum

María. (Con fingida benevolencia.) ¡Ah! don Faustino. Mis padres pican ahora muy alto. Y si va papá, como parece probable, a la embajada de San Petersburgo, de fijo querrán casarme con un príncipe ruso.

Corral. ¿Es burla?… ¡Ah, ingrata, ingrata!

Don Pedro. María. (Acude María al grupo del centro.)

Corral. (Aparte, despechado.) ¡Bromitas a mí! Ya verá mi ángel las que yo gasto… (Caviloso, pasa a la derecha.)

Don Pedro. Ya podéis ir preparando la merienda…

Filomena. De eso me encargo yo. ¿Cuántos…? (Don Pedro, María, Filomena y el Alcalde quedan a la izquierda ocupándose de la merienda. Pasan a la derecha Corral, Bravo y don Rafael.)

Bravo. (A Corral.) Dése usted por muerto, Faustino.

Don Rafael. Tu papel ya no es cotizable.

Bravo. (Zumbón.) Han bajado horrorosamente los brillantes… Y yo pregunto: ¿continuará en alza el carbón?

Don Rafael. (Indignado.) ¿Qué decís ahí, farsantes, envidiosos? (Indignado, se retira.)

Bravo. (Solo con Corral.) Don Cesáreo se encargará de dar un corte a esta ignominia… Sólo que… me temo que llegue tarde.

Corral. Para que llegue a tiempo, estoy yo aquí, que madrugo… Ya estoy pensando el telegrama que voy a poner… esta misma tarde.

Don Pedro. (Contestando a Filomena.) No, no… no me conformo con invitar a los presentes.

María. ¿Pues a quién…?

Don Pedro. Convido a todo el Ayuntamiento, a los Juzgados de primera instancia y municipal, a la oficialidad de la zona, a la Guardia civil, a los maestros de las escuelas públicas, al clero parroquial…

Filomena. ¡Hijo, por Dios…!

Don Rafael. Déjele usted. Dios a todo proveerá. (Óyese rumor lejano de alegría popular: voces, guitarras, panderetas.) Ya comienza el festejo.

Don Pedro. Alegría del pueblo, eres mi alegría.

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