bannerbannerbanner
полная версияHeath\'s Modern Language Series: Mariucha

Бенито Перес Гальдос
Heath's Modern Language Series: Mariucha

Escena V

María, León, Don Rafael.

Don Rafael. (Mirando por la derecha.) Cerca vienen ya. El terrible choque se aproxima.

León. Yo les diré…

Don Rafael. No, hijo. (A María.) Mi opinión es que nos deje solos.

León. ¿Debo retirarme?

María. Sí.

León. ¿Debo esconderme?

María. No, no… afrontemos la lucha con honrada entereza.

León. Sin huir el cuerpo, sin volver la cara. Tenemos razón… y basta. (Retírase presuroso por la izquierda.)

Escena VI

María, Don Rafael, Don Pedro, Filomena.

Don Pedro. (Consternado, trémulo.) María, Mariucha… nuestro buen amigo el Alcalde nos ha dado conocimiento…

María. ¿Os ha dicho…?

Filomena. ¡Que amas a ese hombre…!

María. ¿Pero no os ha dicho mi juramento, el suyo…?

Don Pedro. Juramentos que nada significan si reconoces tu error…

María. Yo no falto a lo que prometo y juro. Lo que sabéis es resolución tomada y sostenida por la misma alma que en días aciagos luchó con la miseria…

Don Pedro. Ya vimos el tesón tuyo de entonces…

María. Pues imaginadlo duplicado, y veréis el de ahora.

Don Pedro. (Severo.) ¿De modo que te obstinas…?

Filomena. Hija, no me hagas olvidar el inmenso cariño que pusimos en ti…

María. Ese cariño siempre lo merezco. El amor que os tengo, ahora también se duplica.

Filomena. (Con maternal cariño.) ¡Oh, qué dolor!… ¡Tú, María, separar tu existencia de la nuestra…!

María. Yo sacrificaría mis afectos, mi juventud, mi existencia, cuanto soy y lo poco que valgo, si viera que con ese sacrificio lograba vuestro bien; pero no es así.

Don Rafael. María vivirá siempre para sus padres. Únanse a ella y serán felices.

Don Pedro. Ella es la que tiene que unirse a nosotros… Hemos determinado partir hoy mismo…

Filomena. ¡Oh, Dios mío! (Afligidísima.)

María. (Con viva emoción acude a Filomena.) Madre querida, ¿por qué te atormentas? Papaíto, si creíste en mí, ¿por qué no crees ahora?

Don Pedro. (Besándola.) María, Mariucha, mi encanto, mi alegría… ven…

Filomena. (Los tres están un momento abrazados.) Mi cielo, mi gloria… ven… siempre juntos… Serás feliz al lado nuestro… Piensa en tus hermanitos… en Cesáreo.

María. (Con movimiento de horror.) ¡Oh, no! (Se separa de ellos. Recobra súbitamente su entereza.)

Don Pedro. Ven… Partiremos.

María. (Con acento grave, retirándose más.) Yo… dolorida de esta separación, destrozada el alma… me quedo aquí. Partid vosotros.

Don Rafael. No ablandarán este bronce.

María. Queridos padres, habréis de decidiros pronto, porque el caso no admite dilación. Escoged entre estos dos caminos: o vais con Cesáreo, o venís conmigo.

Don Pedro. No podemos someternos a tan horrible dilema.

Filomena. Tú con nosotros…

María. (Intentando de nuevo moverles por la ternura.) ¿Pero no estáis contentos de mí? En estos días de Agramante, que empezaron angustiosos y luego volvieron risueños, apacibles, ¿qué os ha faltado? ¿No teníais cuanto necesitabais, y sobre lo necesario, algo de lo superfluo, más grato por ser muy bien medido?… Pues si esto teníais y esto os ofrezco, ¿por qué preferís ahora correr hacia un mundo de vanidades, donde no seréis más que un reflejo desconsolado de grandezas ajenas?

Don Pedro. A la sombra de la posición de nuestro hijo, podremos restablecer nuestra posición.

María. A la sombra del poderoso, los nobles empobrecidos se llaman parásitos, y yo no quiero para ti este nombre.

Don Pedro. (Irritado.) ¡María!

Filomena. (Severa y orgullosa.) ¡Oh! No pensarías así si no estuvieras trastornada por una pasión absurda… Por la Virgen, señor Cura: ayúdenos a domarla.

Don Rafael. En ella veo la razón, en ella la verdad.

Filomena. Ese amor es loco, insano, y lo combatiremos como el mayor de los oprobios.

Don Pedro. (Arrogante.) No lo consentiremos.

Filomena. Tú misma, mirando a tu linaje, a nosotros, debes rechazarlo.

María. No, no.

Filomena. ¿No merecemos que sacrifique su inclinación?

Don Rafael. (Con energía.) Más merecedora es ella de que ustedes sacrifiquen su orgullo.

Don Pedro. No es orgullo, es dignidad, y ésta no puede sacrificarse.

María. (Cortando la disputa.) Padre y madre muy queridos, no nos entendemos. Partid si así lo habéis determinado. No iré con vosotros.

Don Pedro. (Iracundo.) Esto ya es intolerable.

Filomena. (Con gran severidad.) Hemos invocado tu cariño filial; ahora reclamamos tu obediencia.

María. En esto no puedo obedeceros. (Con entonaciónvigorosa y grande entereza.) Marqués de Alto-Rey, tu hija, tu Mariucha, no comerá jamás el pan de Teodolinda.

Don Pedro. (Confuso.) ¿Qué dice?

María. (Con gradual energía.) ¿Habéis olvidado el origen de ese pan, del amasijo de riquezas que lleva sobre sí la que será esposa de vuestro hijo? Yo os lo recordaré. Fue su fundamento la odiosa, la infame esclavitud. El padre de Teodolinda vendía negros, y su primer esposo los compraba… ¿Este comercio os parece más honroso que el mío?… Ved ese caudal aumentado rápidamente con la usura de sangre humana, más inicua que la del dinero… vedlo crecer, crecer luego en montones de oro, y hacerse fabuloso, negociando en medio de las corrupciones coloniales… Ese pan es el que vais a comer. Yo antes moriré que probarlo: me envenenaría el alma. Prefiero el pan amasado en el suelo pobre de mi patria, santificado con mi trabajo (Con fiera energía, apretando los puños), extraído ¡a pulso! con inmensas fatigas de la tierra dura, de la tierra madre en que todos nacimos.

Don Pedro. (Desconcertado.) No puedo renegar del apoyo que nos trae Cesáreo.

Filomena. Mi pobre hija delira.

Don Rafael. Tolerancia, Marqués, en nombre de Dios.

Don Pedro. Obediencia en nombre de mi autoridad.

Filomena. Que renuncie a ese amor afrentoso. (Asiente don Pedro.)

María. (Rebelándose.) Afrentoso habéis dicho, y contra eso tengo que protestar con toda la fuerza de mi alma honrada y de mi conciencia pura.

Filomena. Si es inútil, María, que pretendas extraviarte. No lo consentiremos.

Don Pedro. Medios le sobran a Cesáreo para…

María. (Disparándose.) Los medios que empleará mi hermano, vosotros no podréis autorizarlos: son un delito… En otros tiempos, cuando estorbaba una persona, se le daba muerte; en éstos, no más humanos, pero sí más hipócritas, a esa persona que estorba se la mata legalmente, civilmente… y esto, vosotros, nobles de raza, no podéis consentirlo. Si lo consentís…

Filomena. No es cosa nuestra. Cesáreo, que vela por la familia, sabe lo que tiene que hacer.

María. Pues si Cesáreo sabe lo que tiene que hacer, sabed vosotros…

Don Pedro Y Filomena. (Simultáneamente, con gran ansiedad.) ¿Qué?

María. Que habéis perdido a vuestra hija, que se os ha muerto vuestra hija. (Apártase hacia el fondo.)

Don Pedro. ¡María!

Filomena. ¡Hija!

María. Dejadme. Soy libre. (Apártase más.)

Don Rafael. La ley le concede ya libertad…

María. Y yo la tomo.

Filomena. ¡Qué sería de ti, pobre criatura, si…

María. Antes de aprender a libertarme aprendí a vivir por mí misma.

Don Pedro. (Exaltado.) Pero yo te traigo a la obediencia. Eres mi hija.

María. Ya no soy vuestra. Soy mía, mía. (Sube por la escalerilla del fondo.)

Filomena. (Aterrada.) ¡Huye de nosotros!

Don Rafael. Y yo con ella. (Sube tras de María.)

Escena VII

Los mismos; Cesáreo, el Alcalde, Roldán, Corral y algunos Señores de Agramante.

Cesáreo. (Por la derecha, presuroso, alarmado por loque le han referido y por lo que ve al llegar.) ¿Qué…? ¿Qué ocurre…?

Don Pedro. (Atribulado.) ¡Cesáreo!

Filomena. (Ídem.) ¡Hijo mío!

Don Pedro. ¡María… huye de nosotros!

Filomena. (Señala la figura de María, que en su andar incierto se oculta y reaparece entre el follaje.) Hija adorada… hija loca… ven.

Cesáreo. (Risueño, presuntuoso, confiado en sí mismo.) Estad tranquilos. Yo la someteré.

María. (Desde lo alto.) Soy libre.

Cesáreo. (Imperioso.) ¡María!

Don Pedro. (Dolorido y cariñoso.) ¡Mariucha!

María. (Subiendo más.) No me llaméis.... Desde este instante sólo a Dios tengo por padre. (Huye por elmonte. Don Rafael va tras ella. Consternación de los padres. Cesáreo arrogante, confiado en sí mismo.)

ACTO QUINTO

Almacén de hulla. Local grande, de sólidos muros y techo abovedado.

A la derecha, primer término, un ventanal; a la izquierda un estante con herramientas y otros objetos, pedazos de flejes, tablas, etc. El foro está dividido: a la izquierda, un cuerpo saliente, que es una de las habitaciones particulares de León, con una puerta frente al público, y otra lateral que da al foro, y almacenes. Por la derecha de este foro se va a la calle.

Utensilios propios del comercio de carbón. Banquetas y muebles toscos. Es de día.

Escena Primera

El Alcalde, que entra por el fondo; Don Rafael, que sale por la puerta pequeña del fondo.

Alcalde. (Sorprendido.) ¿Pero estaba usted aquí?

Don Rafael. ¿Pues dónde querías que estuviese? Mi papel es consolar a los oprimidos, como el tuyo adular a los poderosos.

 

Alcalde. No estamos para sermones. Dígame, ¿han vuelto a su casa los señores Marqueses?

Don Rafael. Sí.

Alcalde. ¿Y la Marquesita?

Don Rafael. En mi casa.

Alcalde. Dijéronme que avanzó monte arriba largo trecho…

Don Rafael. Desolada, quería ser como fiera vagabunda del bosque. Yo no podía seguirla. La reduje al fin… Los padres, en cuanto se enteraron de que estaba en mi casa, corrieron allá. Escena de lágrimas… desmayo de Filomena, pucheros del papá… Pero Mariucha inflexible. Se ha encastillado en su potente voluntad, y cualquiera la rinde.

Alcalde. ¡Contentos están de usted los Marqueses y don Cesáreo!

Don Rafael. Ya, ya… Si a todo trance querían someter a María por el terror, y martirizarla en su propia casa o en un convento, valiéranse de otros de mi oficio, que los hay, vaya si los hay, dispuestos para eso y para mucho más; pero este Cura no es de esa cuerda…

Alcalde. ¡Qué demonio! D. Cesáreo ha de mirar por el decoro de la familia, por el lustre de su nombre.

Don Rafael. (Burlón.) ¡Mucho, mucho! Lustre nuevo a cosas viejas, y barnizar con oro y púrpura las grandezas podridas…

Alcalde. Reconozcamos que la posición que tendrá don Cesáreo dentro de unos días le dará un poder formidable…

Don Rafael. ¡Malditas posiciones, que son como los castillos roqueros de antaño, de donde sale toda asolación de pueblos, todo el atropello y vejámenes de personas!

Alcalde. Pero fíjese usted… Si Mariquita se sale con la suya… Lo que yo digo…

Don Rafael. (Interrumpiéndole.) Cállate. Todo lo que tú puedas decirme me lo sé de memoria. Es el lenguaje del servilismo, que entre las pisadas de los poderosos cultiva su interés. ¡El decoro de la familia, el nombre! Vale más un cabello de Mariucha que todos los nombres y remoquetes de los innumerables fantasmones que pueblan el mundo.

Alcalde. (Queriendo explicarse.) Óigame… yo digo que…

Don Rafael. (Sin hacerle caso, con calor.) ¡Las posiciones! ¡Que me dé Dios vida para verlas arrasadas, hecha tabla rasa de todo este feudalismo indecente! Ea: abur.

Alcalde. Aguarde: no sea tan vivo. (Autoritario.) Tengo que advertirle…

Don Rafael. ¿Órdenes del bajá de tres colas… del Excelentísimo Sr. Duque…?

Alcalde. Órdenes mías. Primero: no conviene que visite usted a este hombre… Segundo. Puesto que tiene a la fierecilla en su casa, exhórtela, aconséjela con todo el sermoneo que usted sabe emplear cuando quiere, y una vez dueño de ella…

Don Rafael. Le echo al cuello una soga, y la traigo al redil paterno.

Alcalde. Sin soga o con soga, entendiendo por ésta la autoridad religiosa y moral. Antes de las tres ha de estar la señorita bien catequizada y bien amansada en casa de sus padres, para que puedan tomar todos el tren de las cuatro…

Don Rafael. Bien, Nicolás. ¿Lo manda el amo?

Alcalde. Lo manda el sentido común; lo manda también el señor Obispo, ¡ojo! que es muy amigo de don Cesáreo y…

Don Rafael. (Riendo.) Mucho, mucho… ¡ja… ja!… ¿Con que a las tres?

Alcalde. Lo más tarde.

Don Rafael. Pues la traeré, hijo; traeré a la fierecilla… No te incomodes. La verdad es que tengo yo un miedo fenomenal a mi señor Duque, y al Obispo, y a ti… ¡Mucho, mucho…! (Vase riendo por el fondo.)

Escena II

El Alcalde, Roldán, Corral, por el fondo.

Roldán. Risueño va el curita…

Alcalde. Déjale, que ya le cortarán la risa… ¿Y don Cesáreo?

Corral. Ahora salía del Juzgado.

Alcalde. ¿Y el Juez…?

Corral. Enteramente a su devoción.

Roldán. Según eso, a este hombre se le puede cantar el responso.

Alcalde. Yo entiendo que cederá en cuanto vea la que se le viene encima… Él mismo será el que desencante a la encantada señorita… Para mí, a eso tira don Cesáreo…

Corral. Entiendo que no cede. Está enamoradísimo del ángel. Lo que hará será suicidarse, y me alegro.

Alcalde. ¡Hombre…!

Corral. Digo que allá me espere muchos años.

Escena III

Los mismos; Cesáreo, por el fondo.

Cesáreo. (Al Alcalde.) ¿Vio usted a ese maldito Cura; le dijo…?

Alcalde. Que se arregle como pueda, ya por lo religioso, ya por lo moral, para encadenar a la rebelde…

Cesáreo. Muy bien.

Alcalde. Y traerla a casa de sus padres.

Cesáreo. O convencida o resignada: no hay otro remedio. Y ello ha de ser pronto…

Alcalde. Sí: para que tengan tiempo de tomar el tren…

Cesáreo. Pues adelante… Ea: suélteme usted la fiera. Verán qué pronto la amanso. (A Roldán y Corral.) Señores, despéjenme la cueva…

Corral. Aguardaremos fuera… (Vanse Corral yRoldán por el foro. El Alcalde entra en las habitaciones de León y sale en seguida.)

Alcalde. ¿Le dejo a usted solo?

Cesáreo. Sí… En cuanto hable usted con el Cura, hágame el favor de pasar a casa de mis padres y advertirles que estén prevenidos… que vendrá María, que partiremos todos…

Alcalde. Está bien… (Retírase el Alcalde por el foro; aparece León.)

Escena IV

León, Cesáreo. (Éste se quita los guantes con presteza y los arroja sobre el banco de cerrajería.)

León. (Con fría urbanidad.) Siento que venga usted a este almacén, lugar tan impropio para visitas… Hubiera ido yo a donde se me designara…

Cesáreo. Aquí estamos bien, señor… (Vacilando en el tratamiento.) Creo inútil… y tonto… que nos engañemos dando yo a usted un nombre que no es el suyo. De antiguo nos conocemos, Antonio Sanfelices.

León. (Con gran tranquilidad, en pie.) Ése es mi nombre. A punto estuvo usted de conocerme aquel día en la sala de Alto-Rey… El polvo de carbón me sirvió de máscara…

Cesáreo. Tras el velo negro creí ver el rostro del que fue mi amigo, del que dejó de serlo… no por culpa mía.

León. Por mi culpa, es verdad. Muchos amigos dejaron de saludarme. Algunos, pocos, me favorecieron con un trato de pura fórmula.

Cesáreo. Yo fui de ésos.

León. Nuestro trato había sido hasta entonces muy cordial. Nos tuteábamos.

Cesáreo. Cierto.

León. Y aun pareció que quería usted distinguirme con una benevolencia de pura fórmula.

Cesáreo. Benevolencia que tú… (Vivamente, con transición de la rigidez a la sinceridad.) Perdone usted: siento vivas ganas de tutearle ahora como antes… Me sale de dentro.

León. Y a mí.

Cesáreo. No porque el tuteo sea más familiar, más íntimo, sino porque es…

León. Más rencoroso…

Cesáreo. Más expresivo…

León. Puede uno desfogar su pecho…

Cesáreo. Sí, sí… Pues decía yo que no merecías mi benevolencia.

León. Yo creo que sí la merecía.

Cesáreo. Hoy, con el mismo sentimiento compasivo miraría yo tu mengua… Pero resulta que no te avienes a llevarla solo, y quieres compartirla con una familia ilustre…

León. (Inalterable en su tranquilidad.) No doy ni quito mengua, ni con nadie la comparto, porque no existe.

Cesáreo. ¿Que no existe? ¿Quién la ha borrado?

León. (Con orgullo y convicción.) Yo la he borrado, yo. (Insistiendo.) Digo que yo la he borrado, y basta. Si la conciencia humana no pudiera ennegrecerse y limpiarse como esta cara mía, que viste tiznada de carbón y ahora ves blanqueada por el agua, no seríamos hombres, seríamos animales.

Cesáreo. Retóricas… Eso se dice.

León. Y se hace. Puedes creerlo, puedes dudarlo. No tengo interés en convencerte.

Cesáreo. Si, en efecto, lavaste tu afrenta, ¿por qué no procuraste que así lo comprendiese tu tío el Marqués de Tarfe, el noble anciano que…?

León. Por escrito le dije lo mismo que de palabra te he dicho a ti. Pero no me creyó. Como tú, me dijo: «Retóricas.»

Cesáreo. ¿Sabes que murió tu tío?

León. Lo sé.

Cesáreo. ¿Sabes que en su testamento no te dejó ni el más pequeño legado?

León. Lo sé. No esperaba herencia ni legado. Y la verdad, no sentí la preterición de mi nombre en el testamento. Me satisface más vivir de lo que he adquirido con mi trabajo. Cada uno tiene su manera de borrar lo que fue, para dar mayor vida y realce… a lo que es.

Cesáreo. ¿Y de la causa que se te formó no tienes noticia reciente?

León. Si no recuerdo mal, me dijo el Marqués al despedirme, que se había sobreseído la causa. Supe que mis compañeros de infortunio fueron absueltos libremente. Por absuelto me tuve también.

Cesáreo. Pues no lo estás.

León. ¿Lo sabes tú?

Cesáreo. Antes de venir aquí, quise conocer los antecedentes jurídicos de Antonio Sanfelices. En el Juzgado vi que el expediente no está sobreseído, y que fácilmente se le pone en tramitación.

León. ¡Pues no te has dado poca tarea! ¡Tanto interés en contra mía! ¿Es por la justicia? (Con severidad.) No: es porque amo a tu hermana.

Cesáreo. Por ambas cosas. Por la justicia en el concepto general, por la justicia en mi propia casa. Con una acción sola impongo castigo a quien lo merece, y corto el paso al hombre manchado que pretende entrar en mi familia.

León. ¡Y con ese fin desentierras mi proceso… y le das impulso en Madrid, y aquí te rodeas de autoridades serviles para consumar tu obra, que quiere ser justicia, escarmiento, preservativo de la familia, y al fin venganza, porque eso viene a ser en realidad!

Cesáreo. Justicia, venganza, preservativo, escarmiento, llámalo como quieras, y entrégate; ríndete ante un hecho contra el cual nada podrás.

León. ¿Que no podré?… Bueno. (Se cruza de brazos y le mira, expresando una calma estoica. Pausa. Cesáreo le mira.)

Cesáreo. (Con expectación.) ¿Desistes?… ¿Te das por vencido?

León. No desisto. Persígueme sin piedad. Cualquiera que sea mi situación, amaré a tu hermana…

Cesáreo. (Sin quitar de él los ojos.) Con amor de ensueño nada más.

León. Con el amor que siento ahora, el cual no se satisface sino haciéndola mía para siempre.

Cesáreo. (Airado.) Te prohíbo nombrar a mi hermana.

León. ¡Si su nombre está siempre en mí, cuando no en mis labios, en mi pensamiento! ¡Prohibirme que piense! Tú a prohibir, yo a pensar, veremos quién gana.

Cesáreo. (Enardeciéndose ante la calma de León.) Esa estudiada calma, esa serenidad burlona no es más que la expresión de un cinismo repugnante que merece castigo, y me veré obligado a dártelo.

León. (Imperturbable.) Muy bien. Pues ese castigo de mis maldades caiga sobre mí. Impónmelo pronto, tú… con tu propia mano. No te importe estar en mi casa.

Cesáreo. (Despreciativo.) Yo no: la ley.

León. ¡Ah! es verdad: ya no me acordaba. Tú, creyéndome deshonrado, no puedes medir conmigo tus armas de caballero… ¿Y para qué habías de exponer vida, si ahí tienes la ley, auxiliar cómodo y barato, y puedes aniquilarme con tu poder feudal sin ningún riesgo? Yo, que nada puedo, sucumbiré, y tú quedarás triunfante, con la satisfacción de haberte librado de un enemigo sin derramar ni una gota de sangre, sin un rasguño, sin la menor molestia…

Cesáreo. ¿Qué quieres decir? ¿Que temo batirme contigo?

León. En otras circunstancias no lo temerías. Hoy, ¿para qué habías de temer lo que no necesitas?… Pues ni con el duelo, si el duelo fuera posible, ni con echarme a los lobos de la Curia, conseguirás que yo desista. No sabes, no podrás saber nunca, Cesáreo, a dónde llega mi resistencia. El día en qué creíste reconocerme, tu hermana dijo: «No es aquél, Cesáreo; es otro.» Gran verdad salió de aquel divino labio. No soy aquél: soy otro.

Cesáreo. Palabrería, orgullo, afectación. (Contiene su ira; trata de dominar a León en otra forma, sugiriéndole ideas de amargura y desesperación.) Si la ley te coge en su garra y no te suelta, que no te soltará, caerás en grande abatimiento… perderás tu negocio… no volverás a ver a mi hermana, ni oirás siquiera su nombre. Ninguna ilusión te consolará, y el amor mismo se te ha de convertir en un vacío angustioso, que te inspirará el horror de la vida. Tus días serán solitarios, tus noches serán lúgubres. No te quedará más consuelo que el sueño, el eterno olvidar, el eterno dormir.

León. (Calmoso, risueño.) Ya veo tu idea. Y es ingeniosa, Cesáreo… Claro, no me queda más que una solución: el suicidio.

Cesáreo. No es solución: es fatalidad.

León. ¡Ah, Cesáreo, qué mal me conoces! He padecido tanto, tanto; he llevado la carga de la vida en condiciones tales, que el vivir era para mí lo mismo que llevar a cuestas un cadáver… Pues aunque llegue a ser mi vida más abrumadora de lo que fue, aunque sobre ella pongas los desconsuelos más negros y las tribulaciones más horribles, subiré con ella a todos los calvarios. No, Cesáreo: yo… no me mato. (Se sienta impávido.)

 

Cesáreo. (Aparte, confuso, paseándose.) ¡Duro como una peña!

León. Si contabas con mi suicidio, desecha esa esperanza… Busca otra.

Cesáreo. (Fogoso, con arranque de sinceridad.) ¿Cuál? ¿Por qué camino desaparecerás y se perderá de vista tu existencia…?

León. Por ninguno. Todo lo soporto: deshonra, miseria, cárcel. De todas esas muertes resucito.

Cesáreo. María te olvidará.

León. María no olvidará a su maestro.

Cesáreo. Se avergonzará de haber querido a un criminal.

León. Nunca. María cree en mí.

Cesáreo. Dejarás de verla.

León. Esperaré.

Cesáreo. A ti y a ella, por medios distintos, quitaremos toda esperanza.

León. ¡Abolir la esperanza! ¡Pues de Dios se dice que no quita la esperanza, y la vas a quitar tú!

Cesáreo. (Exasperado gradualmente, su ira va creciendo hasta llegar al paroxismo.) Yo no consiento, no puedo tolerar, no quiero, no quiero que entres en mi familia.

León. No tengo interés… Con tal que tu hermana entre en la mía…

Cesáreo. (Cegándose más.) Infame, soy caballero y castigaré tu insolencia.

León. Yo soy estoico, y no temo ningún castigo.

Cesáreo. Cínico: pues no te rindes, expiarás los delitos que cometiste y quedaron impunes.

León. Está bien; es justo. Pero ni por ese medio, ni por el duelo, que como caballero no puedes aceptar, ni por el suicidio, que yo rechazo, te librarás de mí. No te queda más recurso que el asesinato… Asesíname, si te atreves. (Sin perder su serenidad, se levanta.)

Cesáreo. (Frenético, disparado ya y con rabia impulsiva.) ¡Pues sí: me atrevo… el asesinato… el crimen! (Ciego, se precipita hacia el banco de cerrajería que está tras él, y palpando busca un arma.) ¡Te mato… villano!… ¡Muerte!…

León. (Acercándose.) ¿Buscas un arma? (Señalando al estante, en el cual, entre variedad de herramientas, hay cuchillos, limas y hacha.) Ahí tienes. Escoge lo que te parezca mejor. Yo estoy desarmado.

Cesáreo. (Exaltado, buscando.) Esto… (Coge una lima y la suelta con repugnancia.) No: esto no. (Coge un hacha.) Esto… tampoco. (Lo arroja con desdén.)

León. ¿Ves? No puedes. Tu naturaleza rechaza la brutalidad… Y hay en mí una fuerza ante la cual tu orgullo acaba por rendirse.

Cesáreo. Sí… tu cinismo.

León. No: mi razón… la razón que me asiste.

Cesáreo. (Pasándose la mano por los ojos.) No sé qué es esto. (Cae desalentado en un banco, por la bruscasedación que sigue al desmedido esfuerzo.) No es cobardía; no me creerás cobarde. (Se lleva la mano al rostro. Aparecen por el fondo don Rafael, María, y tras ellos tres personas (que no hablan), Cirila, otra criada, el sacristán de la parroquia sin sotana, que trae un saco de damascorojo con ropas eclesiásticas y varios objetos de culto envueltos en telas, crucifijo, candeleros, libro de ritual. Entran sin ser vistos en las habitaciones particulares de León por la puerta lateral del foro. María permanece en escena.)

León. (Acercándose a Cesáreo.) Sí lo eres. Valiente serías para matarme. Te falta valor para reconocer que eres injusto. (Acércase María lentamente.)

Рейтинг@Mail.ru