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Бенито Перес Гальдос
Heath's Modern Language Series: Mariucha

Escena XIX

María, Don Pedro; después Filomena.

Don Pedro. María, irás esta noche a la fiesta de Teodolinda.

María. (Resignada.) ¡Si vieras, papá, qué sacrificio es para mí…!

Don Pedro. No me repliques. (Vivamente.) ¡Ah! lo principal se me olvidaba. No mandes por ahora esas cartas.

María. ¡Oh, cuánto me alegro! (Las saca del bolsillo.)

Don Pedro. Es que… he pensado… Se mandará sólo una. (Toma las cartas y escoge una entre ellas.) Ésta: la reproduces, variando el nombre…

María. (Suspensa.) ¿Y qué nombre se pone?

Don Pedro. El de nuestro amable y simpático vecino…

María. (Con gran asombro.) ¡El de la cara negra!

Don Pedro. Verás cómo ése no me desaira.

María. (Con ansiedad.) ¿Pero qué piensas?… ¿Cuál es tu plan? ¿Cómo te atreves a solicitar…? ¡Y si luego…! ¡Explícame, papá, por Dios…!

Don Pedro. (Con gran confusión en su mente.) ¡No puedo explicártelo!… Siento en mi cabeza un desvanecimiento, una debilidad… Principio de anemia, por causa de la alimentación insuficiente.

María. ¡Oh!

Don Pedro. ¿Mandarás la carta? (María permanecemuda, en profunda meditación. Pausa.) Contéstame.

María. (Con resolución animosa, alzando la cabeza.) Sí.

Filomena. (En la puerta de la derecha.) ¿Pero no venís a comer?

Don Pedro. Sí… ¡tengo un apetito…! (Dirígese a la puerta. María permanece inmóvil, meditabunda.)

Filomena. (A María.) ¿Y tú, Mariucha?… ¿qué haces, qué piensas?

María. Nada. (Impetuosa, después que les ve alejarse.) ¡La muerte, Señor, dame la muerte, o enséñame cómo hemos de vivir!

ACTO SEGUNDO

Crujía baja del patio claustrado en el palacio de Alto-Rey. Todos los huecos de la galería están cubiertos de cristalería antigua emplomada, a excepción del más próximo a la derecha, que es entrada de una glorieta cerrada, en su parte interior, por enrejado cubierto de enredaderas. Dicha glorieta se supone hecha para ocultar aquel lado del claustro que está en ruinas. Al extremo derecho de la galería está el arranque de la escalera que conduce a las habitaciones altas de los Marqueses; al izquierdo puerta practicable por la cual se sale al centro del patio y a la calle.

En la casa de la izquierda, puerta y reja del almacén de carbón.

Bancos de piedra arrimados a los cristales. Es primera hora de la noche. Claridad viva de luna llena ilumina la glorieta y arranque de la escalera, y la parte derecha del escenario.

Escena Primera

León, Cirila, que salen por la izquierda. León con la cara lavada.

León. ¿Está usted segura de lo que dice? Repítamelo.

Cirila. ¿Otra vez?

León. Es tan extraordinario, tan fuera de lo común, el mensaje traído por usted, que… Oído ya tres veces, no me determino a creerlo.

Cirila. Pues a la cuarta va la vencida. Mi señorita, la señorita María, hija de los señores Marqueses de Alto-Rey… ¿Duda usted de que exista mi señorita?

León. No puedo dudar de lo que he visto. Lo que dudo es que…

Cirila. ¿No se llama usted León, don León o el señor León? ¿No tiene la cara negra?

León. Ya me he lavado… Míreme bien.

Cirila. Bueno: es usted el sujeto con quien hablar desea.

León. ¿Aquí?

Cirila. La señorita irá esta noche a esa gran fiesta en casa de…

León. Ya…

Cirila. Mis amos, para que la señora Alcaldesa no se moleste en venir a buscarla, han determinado que yo la lleve a casa de la señora Alcaldesa… ahí enfrente… La señorita baja conmigo… la espera usted… Por aquí, según veo, no pasa a estas horas un alma…

León. Nadie. El Juzgado municipal está cerrado de noche.

Cirila. Hablan la señorita y usted… delante de mí…

León. Hablamos… hablará ella, y me dirá… Perdone usted: esta confusión y estas dudas mías provienen de la obscuridad y del acento turbado con que usted se expresa. Usted entró en mi casa diciendo que traía una carta para mí… Después…

Cirila. (Interrumpiéndole.) Porque la señorita me dio la carta para el señor León, y apenas la puso en mis manos, me la arrebató diciéndome: «No, no: nada de carta. Aunque es muy penosa esta declaración hablada, prefiero…» (Sintiendo rumor en la escalera.) ¡Ah! ya viene. (María desciende cautelosa, aplicando el oído, mirando a todos lados. Detiénese a cada peldaño, con temory ansiedad. Viene vestida para la fiesta nocturna, con traje de extraordinaria elegancia y riqueza. Sombrero; abrigo de verano. La luna llena ilumina la hermosa figura.)

Escena II

León, Cirila, María.

María. Aquí está… Me espera. (Parada en el primer peldaño, temerosa.) ¡Oh! no me atrevo… le diré que se vaya, que me equivoqué… Es necedad, locura…

Cirila. (Se acerca a ella, secreteando.) Te aguarda… ¿Qué… temes?

María. (Rehaciéndose.) ¡Ay, sí!… Pero más que mi miedo podrá el tesón del alma mía. Lo que resolví después de mucho meditar, debe hacerse, se hará… Inspíreme Dios y fortalézcame. Cirila, tú te sientas aquí para avisarme si alguien de casa…

Cirila. Sí, sí: yo estaré al cuidado… (Se sienta en el primer peldaño.)

María. (Aparte, avanzando.) Es bueno, es generoso… Nos atenderá… Con esta esperanza me aventuro…

León. (Respetuoso.) Señorita… estoy a sus órdenes.

María. Gracias… Si me he permitido molestarle… (Aparte.) No sé cómo empezar. Estudié un principio muy oportuno… y ya se me ha ido de la memoria…

León. Para mí es grande honor…

María. (Aparte recordando.) ¡Ah! ya… (Alto.) Pues mi padre… (Aparte.) No era esto… (Alto.) Mi hermano…

León. Su hermano de usted hizo esta mañana un reconocimiento minucioso de mi fisonomía. Le estorbaba un poco la máscara de carbón que llevaba yo entonces…

María. Signo, emblema de un trabajo honrado. (Aparte.) Me parece que voy bien. Debo ganarme su voluntad. (Alto.) Mi hermano creyó ver en su cara de usted cierto parecido con un muchacho de Madrid… un mala cabeza, que dio mil escándalos y cometió… no sé qué diabluras… Realmente no existe semejanza.

León. ¿Que no existe semejanza? ¿Y usted lo afirma?

María. (Principiando a sospechar, mirándole atenta.) Sí… yo… conocí al tal. Verdad que no recuerdo bien su fisonomía. Por eso dije luego: «No es aquél, Cesáreo; es otro.»

León. Su hermano de usted, creyendo ver en esta cara facciones conocidas, estaba en lo cierto. Soy Antonio Sanfelices.

María. (Retrocediendo asustada.) ¡Oh, Dios mío! Usted… Perdóneme si he dicho… (Aparte.) ¡Ay! ahora la he hecho buena.

León. No tengo por qué perdonarla. Sosiéguese usted.

María. No haga usted caso… Juzgando por lo que oí, dije…

León. ¡Si ha estado usted excesivamente benigna en la calificación de mis actos! Diabluras ha dicho. Fue algo más… Si quiere usted atenuar mis faltas, diga: complicidad irreflexiva en delitos graves.

María. (Asustada.)¡Ay, Dios mío! Yo no digo nada, ni sé nada de eso… Y no tema que yo le delate, ni que descubra su verdadero nombre.

León. En realidad, no tengo ya por qué ocultarlo. León es mi segundo nombre de pila. Lo adopté como primero en los días más horrendos de mi vida, cuando, abandonado por unos, de otros perseguido, me vi solo, encadenado a mi conciencia, frente al mundo inmenso, que me pareció el conjunto de todas las iras contra mí. Hoy conservo este nombre porque en él veo la forma bautismal de mi regeneración. Usted, con divina perspicacia, acertaba cuando dijo: «No es aquél, Cesáreo; es otro.»

María. (Reflexiva.) Es usted otro.

León. El hombre lleva en sí todos los elementos del bien y del mal. Excelentes personas han caído en la perdición; santos hay que fueron perversos.

María. Si es usted de estos últimos, déjeme que le admire.

León. Merezco quizás el respeto de usted; admiración, no.

María. La desgracia, tal vez la miseria, le han obligado a luchar; la lucha le ha redimido: ¿no es eso?

León. Criado fui en la holganza… Puedo decir que no tuve padres, porque murieron dejándome muy niño. Hombre ya, heredé una fortuna, que vino a mis manos cuando la compañía de amigos, peores que yo, me había educado ya en los vicios de la disipación y el juego, en el menosprecio de toda rectitud… Corrí desvanecido por el mundo, ciego y desmandado. Este vértigo, este correr loco, forzosamente habían de precipitarme al abismo. Mis amigos iban delante, más ciegos que yo. Si el dinero nos faltaba, ¡qué arbitrios, qué combinaciones depravadas para procurárnoslo! Por fin, la escasez nos arrastró a la desesperación, la desesperación a la ignominia, ésta al escándalo, y el escándalo nos estrelló contra la justicia, y nuestros nombres fueron oprobio de familias respetables.

María. (Con estupor candoroso.) ¡Jesús! ¿Y por qué, dígame, por qué fue usted tan malo?

León. Óigame, señorita, y vea toda mi maldad. Un compañero mío de aquellas locuras discurrió… poner en un documento de crédito una firma que no era la suya. (Movimiento de reprobación en María; protesta viva de León con mirada y gesto.) Yo no lo hice… me repugnaba. Mi complicidad consistió en que pude evitar el fraude, y no lo evité… por el provecho momentáneo que de él tuve. Mi aturdimiento fue causa de que el menos culpable, yo, apareciese más recargado de responsabilidad y…

María. (Vivamente.) De todo eso tengo yo una idea vaga… En Madrid, por unos días, no se habló de otra cosa. Su tío de usted, el Marqués de Tarfe…

León. Mi tío, que hasta entonces no se había cuidado de mí, se mostró grande, generoso y justiciero ante la deshonra que yo arrojé sobre la familia. Con su dinero fue cancelado el infamante documento; por gestión suya fue sobreseída la causa que se nos formó; y tratándome con severidad cruel, no tan cruel como yo merecía, me dio lo preciso para irme a Cádiz, donde un amigo suyo tenía el encargo de embarcarme para América.

 

María. Eso entendí… que se había ido usted a Montevideo, al Brasil, no sé… Siga.

León. Pero estoy importunando a usted con mi triste historia, impidiéndole…

María. (Vivamente.) No: si eso me interesa más que nada. Cuente… Se embarcó usted…

León. A embarcarme iba; pero en el camino caí enfermo, y en mi enfermedad y en mantenerme gasté el dinero que llevaba. Solo, vagabundo, sin más amparo que el Cielo arriba, mucha tierra por delante, entré en relaciones con mi conciencia, y empecé a creer que un hombre nuevo alentaba en mí.

María. (Con intensa curiosidad.) ¿Pero cómo vivía, cómo pudo arreglarse? Cuénteme esa parte de su historia…

León. ¿Le agrada a usted?

María. Es muy bonita… digo, es la más interesante…

León. Y la más terrible. No podrá usted, con todos los atrevimientos de su imaginación, reconstruir las torturas mías, la fatiga inmensa, el angustioso via crucis tras la caridad pública, la miseria, los ultrajes… Pero todo esto era necesario para que naciese el hombre nuevo, y allí nació, en aquel vivir doloroso…

María. Refiérame todo, sin omitir nada. (Se sientaen el banco de piedra, y escucha poniendo toda su alma en el relato.)

León. Pues mire usted, ni aun en los trances de mayor desesperación me decidí a quitarme la vida.

María. ¿No pensó usted en suicidarse?

León. Sí pensé alguna vez; pero en el momento de consumarlo, me detenía… Me daba lástima de matar al hombre nuevo… Me parecía que mataba a un niño.

María. (Identificándose con la idea.) Sí, sí: lo comprendo, lo siento yo… Siga.

León. Sin norte ni rumbo, yo atravesaba sierras, valles, estepas… Caridad encontré en algunos lugares; en otros desprecio, palos, burlas…

María. (Compadecida.) ¡Ay, qué hambres pasaría, pobrecito!

León. He recogido sobras de las cocinas más miserables; los pastores me han dado a rebañar sus sartenes.

María. Y andando, andando siempre, con su cruz a cuestas.

León. Con mi cruz… y con mi conciencia, que ya no me ponía cara muy adusta.

María. Ya le sonreía, le alentaba… Y usted siempre adelante.

León. Hasta que llegué a las minas de Somonte. Allí pedí trabajo. Me lo prometieron… Entre tanto, ayudaba a los carreteros a cargar carbón.

María. Y así vivía…

León. Allí tuve el primer dinero ganado por mí; ¡pero con qué trabajos!… Un día se murió de viejo un pobre borrico que trabajaba con un carro pequeño. Yo lo sustituí.

María. ¡Jesús!

León. Y tirando de mi cargamento, aquí lo traje. Fue la primera vez que entré en Agramante… Volví a la mina. Un secreto instinto, algo como una naciente vocación del hombre nuevo, movía mi voluntad, movía mis manos a una ocupación que era mi mayor gusto… Cuando los carros se ponían en camino, yo recogía los pedacitos de carbón que caían al suelo. Recogiendo y acopiando toda aquella miseria esparcida, llenaba yo una cesta de carbón, que vendía luego en los pueblos próximos…

María. (Maravillada.) ¡Oh, qué paciencia, Dios mío!

León. En mi afán de llenar la cesta, yo no me contentaba con recoger los pedacitos: quería recoger hasta los átomos…

María. (Identificándose con la idea.) ¡Los átomos! Es lo que yo digo: cuando pasa un átomo, cogerlo…

León. En esto, yo había escrito a mi tío explicándole mi deplorable situación: yo estaba descalzo, harapiento. Por toda respuesta, me mandó a esta villa tres cajas en pequeña velocidad, porte pagado. En ellas venía toda mi ropa.

María. ¡Oh, qué bien! Por lo menos, se remedió usted de su mayor falta. ¿Y qué hizo entonces? ¿Se puso usted su ropita y…?

León. No, señorita. ¿De qué me servía todo aquel matalotaje tan impropio de mi estado mísero? Salvo algunas prendas y el calzado más cómodo, vendí toda mi ropa.

María. ¡Oh, qué feliz idea!… La ropa elegante…

León. La vendí por lo que quisieron darme. ¿Y qué hice? Me fui a la mina y compré cuatro toneladas de carbón.

María. (Animándose, se levanta.) ¡Bravísimo, señor hombre nuevo!

León. Pagué mi carbón a toca-teja: lo traje acá, parte en carro, parte en un borrico, y algo también a hombros, en una cesta…

María. Y lo vendió y ganó dinero.

León. Antes de veinte días pude comprar un carro.

María. (Gozosa.) Ya veo, ya veo… Se le revelaba a usted un mundo.

León. Me sentía poseedor de cualidades nuevas, de ideas nuevas, de nuevas aptitudes… Buscaba en mí, por curiosidad, al hombre antiguo, y no lo encontraba. Aquí de la expresión de usted, que me llega al alma: «No es aquél, Cesáreo; es otro.»

María. Su historia, señor mío, me conmueve, me anonada. La veo no menos maravillosa que las vidas de santos y que las empresas de los conquistadores más atrevidos. Lo demás…

León. Lo demás apenas necesita explicaciones: honradez intachable; trabajo continuo noche y día; diligencia, prontitud, buena fe; cumplimiento exacto, infalible, de todo compromiso comercial… conciencia tranquila, robustez, salud…

María. (Suspira hondamente.) ¡Cuántos bienes después de tanta adversidad!

León. Y ahora, señorita, desenmascarado absolutamente el vecino negro, dígame usted en qué puedo servirla.

María. (Aparte.) Después de oírle, siento más vergüenza que antes. (Alto.) No soy digna de acercarme a usted con la pretensión de… No, no puedo decirlo… Usted ha turbado mis ideas… Yo le creía un hombre inferior… y ahora es usted tan grande que casi no me atrevo a mirarle. (Inquieta, recorre la escena.) ¡Oh! no, imposible. Debo retirarme. (Llamando en voz baja.) Cirila. (Acude ésta a su lado.) ¡No me atrevo; siento una vergüenza…!

Cirila. En casa no duermen. Tu papá se pasea de sala en sala. Debemos irnos.

María. (Dudando.) No, no: aguarda… ¡Dios mío, qué ansiedad!

León. Estamos solos, señorita. Puede explicarme…

María. No, no, León: me falta valor. Soy una pobre señorita mal educada, incapaz de resolver cosa alguna… Lo que yo pretendía, lo que me impulsó a llamarle, es algo que a sus ojos me rebajaría, y yo no quiero rebajarme a los ojos de usted, de quien ha sabido ser creador de sí mismo. Hágase usted cuenta de que no le llamé, de que no nos hemos visto, y retírese… Le suplico que se retire.

León. (Con calma, que encubre una calculada expectacióny deseos de penetrar en las ideas de María.) Bien, señorita, en ese caso… (Con gran lentitud.) Si es deseo de usted que me retire… poniéndome siempre a sus órdenes… (Se va retirando muy despacio, parándose y volviendo la cabeza.) me retiraré.

María. (Con súbito arranque.) León. (Aparte a Cirila.) Sí, sí: lo diré… es preciso. Me volvería loca si no lo dijese. Ello es ridículo, humillante; ¿pero qué importa? (Alto.) Usted comprenderá que no es por mí… que obligada me veo por… Hay duras necesidades… que abruman…

Cirila. (Aparte a María.) Ángel, dilo pronto, en dos palabras, para que acabe tu agonía.

María. (Con gran esfuerzo.) Mi padre, mi familia…

León. Yo haré menos violenta esa manifestación, anticipándome…

María. Sí… hable usted por mí…

León. El Marqués se halla en situación precaria… Lo sé: he visto alguna carta dirigida por el señor Marqués a personas de la villa…

María. ¡Oh, qué vergüenza! (Premiosa, trémula.) Mi padre me ordenó que escribiese a usted una de esas cartas… la escribí… Luego me pareció, viéndole a usted tan humilde, que de palabra… sería mejor… Perdone usted mi atrevimiento. Mi padre es bueno; sólo que el pobrecito sueña con engrandecimientos y regeneraciones que no vienen, que no vendrán… Es bueno, y mi madre una excelente señora, y mis hermanitos… (Sollozando) son muy buenos también… están… en el colegio… Tenga compasión de nosotros… En mi casa se ha llegado a una situación tan… no sé cómo decirlo… tal vez usted no lo crea. (Más ahogado el sollozo.) Yo procuro ocultar a mi padre la terrible verdad de nuestra miseria. Yo sola la sé, yo y Cirila, que más que mi criada, es mi amiga. Los demás viven en un mundo de ilusiones, de mentiras… Mi hermano los mantiene en el engaño… Nos hundimos; rodamos al precipicio, a la abyección… Esto lo veo yo… lo veo… pero no puedo remediarlo, no sé remediarlo… no sé, no sé… (Rompe en llanto. Cirila llora también ensilencio.)

León. Es en usted mérito grande ver la situación en su realidad terrible, mirarla cara a cara…

María. (Más serena.) Sí, señor… la miro… cara a cara.

León. Heroína es usted, y está llamada a entrar en batalla con las mayores desdichas… Pero usted tiene un corazón grande, un corazón valiente, ¿verdad?

María. Quiero tenerlo.

León. Usted no se acobarda ante ningún obstáculo.

María. No. (Secándose las lágrimas, animosa.)

León. Y posee entereza bastante para permanecer serena ante un contratiempo, ante un golpe de adversidad… como el que yo voy a darle en este momento.

María. (Aterrada.) ¡Usted… un golpe!

León. Diciéndole, como le digo, que no puedo socorrer a su familia. (María permanece en muda expectación.) No podré esta noche, ni mañana… ni en algunos días podré.

María. (Aparte consternada.) ¡Humillación, espantosa ridiculez! (Llévase las manos al rostro.)

León. ¡Cuánto me aflige mi negativa, sólo Dios lo sabe! (Decidiéndose a presentar el asunto en su realidad descarnada.) Pero a una persona tan inteligente debo yo completa sinceridad… Suprimo las explicaciones sentimentales de mi conducta, y daré a usted tan sólo las que deben hablar a su razón. (María continúa expresando el trastorno de su desengaño.) Hace un mes, viendo claro un desarrollo grande de mi tráfico, hice a la mina un pedido de consideración. El nuevo ferrocarril me trajo seis vagones, luego ocho, luego más. He colocado ya la mayor parte… Mañana, 10, es el día fatal, el vencimiento de las obligaciones que contraje. Gracias a mi puntualidad, tengo crédito en la Compañía Minera. La falta de pago me hundiría, me haría perder en un instante la reputación mercantil adquirida con ímprobo trabajo y privaciones de que usted no puede tener idea.

María. (Atónita, pero identificándose con las ideas de León.) Sí, sí: ya entiendo.

León. Allí (Señalando a su casa.) tengo apilada, billete sobre billete, duro sobre duro, la cantidad que he de pagar mañana. No me ha sobrado nada. ¿Quiere usted que le traiga la suma que allí espera… para el pago de una deuda sagrada y para la sanción de mi crédito? (Pausa.)

María. (Después de una vacilación momentánea, dice con voz firme:) No.

León. Es usted fuerte, animosa. (Gozoso.) Veo que si yo soy de hierro, usted también.

María. ¿Yo? (Con grave acento y convicción.) Si Dios me concede lo que le pido, el bronce será menos fuerte que yo, y el acero menos templado.

León. ¡Mujer grande!

María. Mujer… del tamaño de los acontecimientos, considero muy bien las razones que usted me da para… En fin, que no desmerezca yo a sus ojos; que no me crea… no sé qué iba a decir… y procure usted olvidar esta entrevista…

León. Eso nunca. Espero que, en un día próximo, podré ser menos cruel que he sido esta noche.

María. (Turbada.) Gracias, infinitas gracias. Retírese usted… Tiene ocupaciones… Yo también.

León. Sí… debo retirarme. (Le hace reverencia. Aléjase lentamente; la contempla a distancia. Aparte.) ¡Dura lección es ésta!… ¡Terrible lección! Aprovéchala. (Continúa observándola. Acércase Cirila de nuevo a María, con ánimo de consolarla.) Desdichada víctima social, lucha, padece y vencerás. (Entra en su casa.)

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