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90 millas hasta el paraíso

Vladímir Eranosián
90 millas hasta el paraíso

Mientras que a bordo del buque de seis cubiertas los yanquis examinaban con arrogancia la infinita hilera de faroleros, bailarines con molinetes de diferentes colores y banderines acoplados de Cuba y Estados Unidos. Así mostraban la hospitalidad del pueblo hacia los huéspedes forasteros. Es verdad que los visitantes inicialmente pretendían desempeñar el papel de anfitriones. Estaban dispuestos a dictar a los aborígenes las nuevas reglas de la vida, cuya universalidad se demostraba no mediante referendos, sin acudir a una civilización altamente desarrollada, sino valiéndose del dinero. ¡Perlas en enorme cantidad! Eso apestaba a cadáveres, pero ninguno de ellos lo notaba. En efecto también eran difuntos. Solo eran vivos nominalmente. Y no a largo plazo…

Los negros semidesnudos cuerpo arriba rompieron a golpear las congas africanas y las percusiones. Centenares de bailarinas casi desnudas, en exóticos trajes de plumas, se pusieron a agitar las nalgas al son de los tambores…

Los mafiosos, uno tras otro bajaban, por la escalerilla a la alfombra de pasillo. Tronaron los cañones. El jefe de la sección de la guardia honoraria, no se sabe por qué, asustado, hizo el saludo militar. Batista dio un taconazo. Aún siendo todavía presidente, San Martín llevó la mano a la visera por inercia e hizo entrega a los norteamericanos en una almohadilla la llave simbólica de La Habana, lo que sirvió de señal para hacer soltar fuegos artificiales y cometas. Las puertas de la ciudad, que durante toda su historia se consideraba ser una fortaleza invulnerable, en esta ocasión las abría voluntariamente a unos intrusos. La multitud alborozada sonreía a mandíbula batiente. Los que pierden el orgullo se convierten en lacayos de los que prefieren la altanería, al orgullo.

La única persona que no se regocijaba era un muchacho alto con pelo negro ondulado, cuya cabeza se elevaba como un pico inalcanzable sobre las coronillas de un bosque humano mixto. Acababa de cumplir 20 años, no se cohibía expresándose, y no intentaba siquiera contener su cólera.

– ¿Acaso ustedes son ciegos? ¡No ocultan su desdén hacia ese miserable payaso! – en voz alta declaró este, lo que asustó horriblemente a la gente parada al lado. Se echaron a un lado de él, como si fuera un leproso y se desvanecieron por los lados.

Transcurridos unos instantes, junto al mozalbete ya no había nadie. Los circundantes miraban con la boca abierta al hombre robusto, locuaz, estando a una considerable distancia, sin desear meterse en una discusión con el joven imprudente, ni aún más llamar a la policía que había inundado ese día El Malecón. Sin embargo, la curiosidad ya no es síntoma de indiferencia.

De repente, “el gigante” sintió el roce de una mano delicada de una chica. Le tiraba de la mano una hermosa rubia, parecida a un ángel bueno, pero muy frágil. Lo arrastraba tras sí, apartándole de los espectadores tuturutos.

– ¿Para qué te expones a tal riesgo? – preguntó ella tras haber alejado al orador de la multitud que le rodeaba a una distancia conveniente.

– ¡Te es grato ver cómo a los cubanos los están convirtiendo en gente de segunda, solamente por ser más pobres! – pronunció apasionadamente estas palabras el guapo joven cubano.

– No pareces ser pobre. Hablé con muchachos más pobres que tú – miró la chica evaluando su ropa y el calzado.

– Soy hijo de un latifundista, pero eso no cambia nada. Toda nuestra tierra pronto lo comprarán los yanquis a precios casi regalados. Y los que se negarán a venderla, ellos quedarán enterrados ahí.

– ¿Hijo de un latifundista? – volvió a preguntar la joven.

– Sí, soy hijo de Don Ángel Castro y Lina Ruz González. Me llamo Fidel Alejandro, ¿y cómo te llamas tú?

– Soy Mirta Díaz-Balart – se presentó la muchacha – Pero si eres hijo de un latifundista, entonces, probablemente tu familia recibió la invitación a la fiesta benéfica, que organiza el presidente San Martín en el hotel “Nacional” en honor de los gringos, amigos de Cuba.

– ¿Los amigos de Cuba? – Fidel frunció las espesas cejas y refunfuñó como una cobra – Cuba tiene solo dos amigos, el honor y la dignidad. Créeme, el demagogo que lame las botas del gringo, aunque él sea tres veces profesor, no podrá por mucho tiempo engañar al pueblo. Nuestro presidente es un muñeco de cartón piedra, el cual, de un momento a otro, ha de ser quitado de la muñeca y lo cambiarán por otro nuevo. Los marionetistas verdaderos le enseñarán al nuevo muñeco a asimilar varias cosas, ladrar lo más alto posible a su propio pueblo, saludar sonriendo a los dueños y sin piedad aniquilar a aquellos que atentan contra la propiedad de los norteamericanos.

– ¿Siempre estás tan furioso? ¿O solamente al ver a los gringos bien mimados, mejor vestidos que tú? – Mirta interrumpió las palabras del joven.

– ¿Y tú siempre eres una tonta o te convertiste en ella en el momento cuando tomaste otro color, el de pelirrubia? – se lo dijo groseramente Fidel e inmediatamente se largó lo más lejos posible de la procesión de carnaval, y yéndose decía irritado, – ¿Hay alguna diferencia si miramos lo que lleva puesto una persona? Se puede toda la vida llevar la misma ropa, lo principal es que esté limpia y planchada como una guerrera militar… La señorita ofendida quedó inmóvil unos instantes, como si estuviera inmersa en una orgullosa soledad, luego lanzó al vacío:

– ¡Grosero, soy rubia natural! ¡Vete al Diablo! Tengo que prepararme para la fiesta.

Habiendo tragado la injuria, Mirta se fue a casa. Allí la esperaba una manicura y la modista con nueva ropa hecha. La costura del muy caro ropaje se lo pagó generosamente su tío rico, futuro ministro del gobierno de Batista.

* * *

Aproximadamente para las ocho de la noche hacia el “Nacional” empezaron a arribar las limusinas. De la mano fácil del presidente titular toda la élite de cubanos, los grandes terratenientes, los políticos, los militares, la bohemia vino a presentar sus respetos a los inversionistas norteamericanos. A todos les ofrecían torta y café. Los camareros con lazos llevaban en las bandejas copas con champaña francés.

Las chicas con sombreros hongos y fraques puestos al cuerpo desnudo ofrecían whisky escocés. El tradicional ron cubano lo servían en el lobby-bar. Se suponía que los gringos que aún no tuvieron tiempo para probarlo, se juntarían en la barra. Mientras los locales preferirán beber bebidas extranjeras.

La banda de jazz ejecutaba a las mil maravillas “Sun Valley Serenade”. Frank Sinatra para el público de acá no era una gran estrella, pero como animador actuaba bastante bien.

Y si no fuera así, quién entonces aquí podría tomar en consideración a los reyecillos patrios.       Gradualmente, a eso de las doce de la noche, el papel de los cubanos se estrechó en infinitas aseveraciones y juramentos de fidelidad a las autoridades, así como mostrar la hospitalidad a los yanquis. Ciertas esposas de los nuevos ricos, aquellas que se veían arreglar sus vestidos, expresaron así su amabilidad en una muy original forma, directamente en los apartamentos del hotel. Los “gringos” estaban contentos.

Sinatra, no se sabe por qué, no invitó al micrófono al presidente, sino al coronel Batista. El efecto de tal sorpresa hizo desembriagar a la élite local, había quedado claro a quién los forasteros daban preferencia. La alusión explícita era igual a una humillación pública a San Martín.

– ¡Señoras y señores! – empezó de manera muy animada el futuro dictador con una copa en la mano. Batista no se sentía molesto en cuanto al presidente, que se había turbado. Tales minucias no le incomodaban nada. El brindis valía mucho. ¡Eso sí!… Todo ha de ser correcto. Es importante, – Me conocen a mí como un partidario acérrimo de la democracia y adepto devoto de la ley. Estoy orgulloso de que mis convicciones las forjé en el mismo lugar donde recibí mi educación. Era una academia militar que se extendía apenas a noventa millas de nuestro país, en un enorme estado amistoso, baluarte del mundo libre y un escudo seguro contra la peste comunista, nuestro gran vecino del norte, ¡Estados Unidos de América! ¡A la salud de nuestros amigos!

Él terminó muy inspirado, y la multitud se puso a aplaudir. Todos menos una persona…

Mirta se equivocó cuando supuso que el padre de Fidel, don Ángel Castro Argiz, recibiría las invitaciones para la velada en el “Nacional”. En primer lugar, don Ángel vivía en la lejana provincia de Oriente, en segundo lugar, era un terrateniente de recursos medios, poco destacado para el público capitalino, además, poseía una mísera instrucción, aunque de manera muy activa abordaba la política. Tercero, siendo villano de origen, inmigrante de la paupérrima provincia española de Galicia, Ángel llegó a alcanzar todo en la vida valiéndose de su listeza humana y las cansadas manos callosas. El ex campesino gallego se sentía incómodo, hallándose entre los altaneros herederos de enormes latifundios, a pesar de tener sus abundantes cosechas de caña de azúcar, las que se hicieron leyendas en las inmediaciones de Santiago.

Los chismosos solían decir que don Ángel estaba ganando hasta trescientos pesos al día. Esta información originaba una insana obsecuencia con relación a su hijo Fidel en las almas de los condiscípulos del niño en el Colegio de la Orden de los Jesuitas.

Hubo un período que, a este emprendedor hombre de negocios, que poseía la más lujosa y magnífica vivienda, lo frecuentaban los politicones de Santiago. Estas conversaciones y promesas fácilmente convencían al confiado don Ángel que este ofrendara considerables sumas a las campañas electorales. Como resultado el dinero, que logró alcanzar con sudor y noches sin sueño, desaparecía en la nada.

No hay mal que por bien no venga. Tras estos contactos absurdos don Ángel se puso, por fin, a prestar oído al raciocinio y a la exhortación de su cónyuge semianalfabeta, oriunda de la provincia de Pinar del Río, Lina Ruz González. La querida esposa consiguió alcanzar el fin deseado, deshabituó a los huéspedes chinchorros y pedigüeños y le quitó las ganas a su esposo de meterse en proyectos dudosos.

 

El miedo ante los engreídos alfabetizados don Ángel lo llevaba por dentro. Por eso doña Lina no tenía que persuadirle para que asignara dinero a la educación de los chicos. La ambición por el saber se hizo culto en la familia de Castro. Los niños agradecidos pagaban a los padres cuidadosos con su aplicación en los estudios.

El graduado del colegio católico “Belén”, el hijo de don Ángel Castro y doña Lina Ruz, Fidel, junto con el diploma de graduación de la institución docente jesuita recibió del rector monseñor Savatini un diploma de despedida, en el cual se decía: “Fidel Castro Ruz pudo ganarse en el colegio una plena admiración y el amor. Quiere dedicarse a las ciencias jurídicas, y no dudamos que en el libro de su vida inscribirá numerosas páginas maravillosas…”13

En 1945 Fidel se hizo estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Teniendo en cuenta el único defecto de su padre, al cual podían embrollar los granujas de vasta cultura, y, habiendo heredado de su madre la insaciable pasión por los conocimientos, Fidel muy temprano se aficionó a la lectura. Hasta emprendiendo viajes lejanos, por ejemplo, hallándose en la tempestuosa Colombia, insubordinada al régimen pro americano, en la mochila de uno de los líderes estudiantiles de La Habana, cuyo apellido era Castro, apenas cabían cuidadosamente encordeladas pequeñas pilas de libros de literatura e historia. Los amigos se reían del ascetismo y los cachivaches del joven, ya que en realidad creía que podría sustentarse por veinte centavos al día, sin que nada le faltara…

Risa con risa, pero en una celda solitaria, en un calabozo de la isla de Pinos – réplica funesta de la prisión estadounidense de Sin-Sin – precisamente el amor abnegado a sus acompañantes-libros, que embellecían la reclusión forzada y ayudaban a olvidar el completo aislamiento, en cierta ocasión ese amor le salvó la vida. El celador, que había recibido la orden de envenenar al caudillo de los rebeldes, se compenetró de gran respeto al preso audaz después de un caso increíble…

Aquel día en la isla se desató un huracán terrible. El cielo expelía truenos y ráfagas, sollozando con una incesante lluvia tropical. Pues, en ese momento del cataclismo, cuando el agua brotó de todas las redendijas y fisuras en las cámaras, el recluso Castro lo primero que hizo fue lanzarse a salvar sus libros. Fidel, habiendo sido advertido por el fallido asesino, rechazó el bodrio de Batista, y declaró el inicio de una huelga de hambre contra las condiciones inhumanas del mantenimiento de los detenidos.

Luego le permitirán verse con Mirta, y ella, como siempre, se pondrá a convencerle de que reniegue de esa “lucha desprovista de sentido” y reconozca la legitimidad de la junta a cambio de la amnistía. Fidel hizo para sí una observación muy notable a partir del lejano momento del encuentro entre ellos en el hotel “Nacional”, la apoliticidad de la chica no sufrió ningunos cambios visibles. Aquella fue la primera cita de los dos. La que se había dividido en dos encuentros en un solo día. Era un día de agosto de 1947. Fue muy fogoso, hasta demasiado fogoso…

– Eres tú de nuevo, y vuelves a destacarte de la multitud, no solo por la estatura, sino por un muy marcado desprecio hacia el orador – Fidel se alegró al oír una vez más la vocecita de la rubia “caquéctica” huesuda.

– Orador – eso no se refiere a él. Es simplemente un can, que brinca en las patitas traseras esperando recibir un huesito grasoso – saludó fríamente a la nueva conocida.

– ¿Tú viniste a contemplar una función de circo? ¿Es que tú en realidad eres indiferente a tales juergas, qué estás haciendo entonces aquí?

– ¿Puede ser que vine esperanzada de verte? – hizo pasar la conversación a otro plano el “macho” – estudiante de derecho de segundo año, que llevaba bigotes ralos – lo que desconcertó a la estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras.

– ¡Para qué necesitas a una tonta de nacimiento, es que nací rubia! – con desafío lo dijo la chica.

– No sé por dónde empezar. Se acumularon dos causas enteras para que yo acuda aquí invitado no invitado.

– ¿En qué sentido no invitado – no comprendió Mirta – acaso tu familia no recibió la invitación?

– No.

– ¿Cómo entraste sin ella?

– La robé.

La respuesta hizo sonreír a la guapa. Él no tergiversaba la verdad. La invitación ingresó en la Universidad de La Habana en un solo ejemplar y llegó a nombre de un líder formal de una organización juvenil que no gozaba de autoridad. Los estudiantes radicales no reflexionaron mucho rato, quién debía ir a la velada. Se había decidido aprovechar la tribuna para hacer una declaración política. No encontraron tiempo para organizar una acción, pero el ardor revolucionario acaloraba la sangre joven.

      Mientras tanto, Mirta ardía por enterarse de cuáles eran las dos causas que motivaron a este galán a visitar el hotel “Nacional”, donde se había reunido una tan desagradable compañía para él:

– Ahora relátame acerca de los dos motivos que te empujaron a venir a esta cloaca de aduladores y payasos. ¿Espero que la causa primordial sea yo? ¿Probablemente querías verme para disculparte por la grosería tuya?

No tuvo tiempo Mirta en recibir, aunque sea una mínima respuesta, y en ese instante entró con violencia en el hotel, aullando y ululando, una bandada de representantes de la vanguardia revolucionaria del estudiantado de La Habana. Unas cuarenta personas, principalmente jóvenes no mayores de veinte años, se precipitaron al vestíbulo, arrollando en su camino a los guardias, porteros y maestresalas, gritando consignas antigubernamentales, tirando contra los burgueses y plantadores tomates podridos.

– ¡Esta es… la causa principal! – gritó con furia Fidel, y, dispersando al público con los codos, se dirigió a la escena.

Le atajaron el camino mocetones robustos de la seguridad personal de Grau. Al lado de la tribuna se entabló una pelea. Los compañeros de Fidel llegaron a tiempo para prestarle ayuda.

La mímica no adecuada de los músicos de la banda de jazz y la confusión del animador contrastaban con el empuje seguro de los golfos. Se ofreció a aplastar el ataque de los rufianes desaforados el edecán de Batista, enfurecido del impacto directo del tomate a su nuevo uniforme de gala. Disparó hacia arriba con una pistola tipo “Beretta”, pero acertó desafortunadamente en una enorme araña de cristal. Una lluvia de trocitos empezó a caer sobre el público, que hace poco tiempo se veía muy pausado, lo que conllevó a un desenfrenado atropello lleno de pánico entre ellos. Varias damas cayeron desmayadas y sus esposos intentaban torpemente portarlas lo más lejos posible de la bacanal. El poco exitoso tirador, habiendo advertido que, a su patrón, al presidente, y a la delegación de los huespedes los apartaron muy lejos del pecado, concibió que no había ante quien hacerse el héroe, y se dirigió a pedir refuerzos.

Habiendo alcanzado la tribuna con el escudo de Cuba, uno de los jóvenes patriotas arrancó del mástil decorativo la bandera estrellada a rayas, la arrugó y la tiró a la multitud. Luego vociferó algo al micrófono, que no tenía nada que ver con el momento de la acción, sería algo sobre la flora y fauna. Solo comprendido por él, su lenguaje de metáforas profundas resulto ser inaccesible al auditorio, por su contenido como tal, y tampoco porque alguien ya había desconectado los micrófonos. La decepción no doblegó al joven, aspiró un metro cúbico del aire y vociferó a grito pelado:

– ¡Gringo! ¡Go home!

Esta réplica la comprendieron todos, periódicamente, o, aunque sea una vez en la vida, la pronunció cada uno, pero en total el “speech” no fue exitoso. Al fallido Cicerón lo hicieron bajar de la tribuna tres pares de manos velludas. El vestíbulo lo inundaron los policías y los militares con fisonomías sombrías y gente vestida de paisano con jetas de shar-pei. Los civiles daban órdenes a los que llevaban uniformes. A los alborotadores pronto los hicieron retroceder hacia la salida. Ahí les dieron una buena paliza aplicando las porras. A alguno de ellos le ataron las manos y los cargaron en los coches de la policía y en un camión militar.

Fidel de nuevo evitó el arresto. Es que los que intentaban doblegarle se hallaban tendidos en el parqué lacado, contrayéndose del dolor, como si fueran Bandar-logs, enganchados con la pata del temible oso Baloo.

¿Y Mirta qué?… Ni un solo paso se separó del héroe alocado. Apenas se hubo aclarado que la acción espontánea de los estudiantes fracasó estruendosamente, y el orden en el hotel poco a poco iba restableciéndose, ella, sin incomodarse, lo tomó del brazo y lo condujo a la salida.

Una dama de ciertos kilos encima, en un vestido de gala, de repente, refunfuñó a espaldas y luego lanzó un chillido, mostrando con un abanico plegado en dirección del fortachón:

– ¡Este es su dirigente! ¡Este es su guía! ¡Ese joven robusto con bigotes asquerosos!

Es bueno que las exclamaciones de la señora desaparecieran en ese griterío. La misma Mirta, como un gato salvaje, refunfuñó de manera amenazante a la delatora. Aquella, sin encontrar respaldo, desplegó el abanico y se puso a agitarlo, siguiendo resoplando de calor o de rabia.

El edecán de Batista arribó con un refuerzo, finalizando ya el espectáculo. No pudo interceptar a su ofensor, al lanzador de tomates despeluzado. Tuvo suerte el hooligan. Si lo hubieran agarrado, lo primero que habrían hecho con él, lo obligarían a lavar a mano el uniforme estropeado.

– ¡A rodear el hotel! ¡Dispérsense por el perímetro! – iba dando sus órdenes tardías a los soldados, mirando de un lado a otro en busca de su patrón…

En lo que se refiere a Fulgencio, esa insolente acometida de los desbocados radicales favoreció a su política. Meyer Lansky y Sam Giancana una vez más pudieron convencerse de la incapacidad del presidente Grau de evitar tales intervenciones por parte de los extremistas. Es que justamente la travesura proveniente de la juventud desarmada y de cara amarilla diríamos que son unas “florecitas” en comparación con las “bayas”, que representan una amenaza real de la oposición de izquierda.

– Él nunca pudo vaticinar un fenómeno y adelantarse a él – el ex escribano-parvenú del estado mayor a sus dueños norteamericanos.

– ¿Podrás hacerlo? – Lansky le miró como fiera carnívora.

– He sido creado para esto – le aseguró Fulgencio – haré pudrirse a esos holgazanes en las prisiones y voy a castigar a los incitadores de los desórdenes. Los fusilaré sin juicio alguno. Crearé una estructura especial destinada a cazarlos. Abriré la temporada de caza de los rojos.

– En este caso no te diferenciarás en nada del dictador Machado y te derrocarán también – expresó su opinión Sam Giancana.

– No te olvides que Machado en el año 1933 huyó a las Bahamas justamente gracias a nuestro amigo Fulgencio – le hizo recordar Lansky, satisfaciendo así a Batista y añadió – Está bien, te haremos presidente y te regalaremos este lujoso hotel “Nacional”. Pero recuerda que hemos gastado y aún gastaremos aquí cantidad de dinero. Hay que decir que de manera argumentada exigiremos la protección de nuestras inversiones en tales proyectos.

– El ejército de Cuba está a vuestra disposición – como si hubiera dado parte Fulgencio conmovido.

– Y a tu disposición tienes a la “Cosa Nostra” – se sonrió Sam. Esa réplica venía oliendo a intimidación. Pero Batista no temía enfrentarse a la responsabilidad. Él sabrá cómo ganarse los favores y ante la mafia, y ante la CIA, cuando reciba el poder ilimitado sobre su propio pueblo. Estaba dispuesto a santificar su juramento de lealtad a los que donan el poder con sangre. No con la suya, sino del altar de sacrificios humanos. Sus antepasados, indios de la tribu siboney, hallándose en un estado de éxtasis religioso, no registraban cuántos serían los sacrificados que deberían satisfacer a sus ídolos.

– ¡Capo, aquí hay alguien! – uno de los guardaespaldas informó eso al jefe. Giancana se apartó bruscamente de los arbustos, donde vio en ese lugar una visible agitación. Otros dos guardias ya habían sacado sus revólveres para rechazar el ataque y proteger a Lansky y Giancana. Fulgencio también sacó de la cañonera su pistola, con una empuñadura incrustada y un grabado con la imagen de una, única en su especie, mariposa cubana en el cañón y tomó la pose de guardaespaldas.

 

– ¡Jefe, aquí en los arbustos hay una dulce pareja! – se sonrió un gánster desdentado.       Mirta, en un abrir y cerrar de ojos se orientó debidamente en la situación y cubría de besos a Fidel. Sea como sea, no diríamos que él intentaba oponerse. Al contrario, a los oradores le gusta besarse con las chicas guapas.

– ¿Mirta Díaz? – Batista hizo grandes ojos de la sorpresa – La conozco. Es la sobrina de mi futuro Ministro del Interior. ¿Con quién estás?

– Es mi amigo, Fidel. Es el hijo de un latifundista de Birán – con un tono suplicante susurraba la chica – no se lo cuente, por favor, a mi tío y a mi padre.

      "Por favor" en sus labios sonó con aire suplicante y servicial. A Fulgencio eso le pareció la única y verdadera entonación en este caso concreto. Naturalmente, no se pondrá a desenmascarar a la jovencita ante el severo padrazo, otra vez exhibirá la condescendencia, la cual no le costará nada.

Giancana perdió el interés por la pareja descubierta y habiéndose despedido de Lansky y Batista, se dirigió a sus apartamentos. Mientras Lansky mostró una mayor curiosidad.

– Parece que el joven “perdió la palabra” – picó este a Fidel – ¿Do you have an invitation?14

El joven permanecía callado. Esto podía ser solamente entendido porque él no dominaba el inglés. La chica suplicaba a Dios que el muchacho no se descubriera. Pero, parecía, que de ella ya nada dependía. Se acercó a Batista corriendo su edecán jadeante. Probablemente, para reportar algo. Pero al ver a la persona bigotuda, a este le indicó con el cañón de la “beretta”, expresándose así:

– ¡Este es el caudillo de los rebeldes! – él quería arrestar a Fidel, pero Batista hizo parar con un gesto a su subordinado ardiente, se aproximó muy junto al joven Castro y le susurró al oído:

– Si es así, estoy muy contento de conocer al caudillo.

Fidel seguía guardando silencio. Batista una vez más lo perforó con su mirada, miró severamente a Mirta y guiñando a Lansky, que no comprendía ni una palabra en español, sentenció más bien para el edecán:

– Es poco probable que lo diga.

Meyer Lansky esperaba las explicaciones.

– Señor Lansky, mi edecán por todos lados ve a conspiradores ocultos – tomó del brazo a su protector, apartándole de Mirta y de su acompañante – los hijos de los ricos no son peligrosos para nosotros. En sus cabezas sopla el viento.

– El viento comunista – le corrigió Lansky, descontento de que el rebelde haya podido evitar el castigo merecido, como si lo presintiera – en un futuro no lejano habrá hechos desagradables ligados con este hombre callado. Como si mirara en el agua.

Fidel nunca se reputaba de ser una persona callada, pero Batista, muy seguro de sí mismo, ni esta vez, ni en las veces posteriores, no apreció debidamente al joven robusto, considerándole un advenedizo torpe, a semejanza de decenas de tales gritones del partido de “ortodoxos”, de la Federación de Estudiantes Universitarios, del así denominado “Directorio Revolucionario”. Además, el larguirucho estúpido, sin saberlo, le hizo un gran favor, poniendo de manifiesto a sus socios toda la incapacidad de los presidentes civiles.

* * *

El 10 de marzo de 1952, Batista, valiéndose del dinero de Lansky y Giancana, dio un golpe de estado. El pueblo estaba en shock, el presidente legítimo huyó a los EE.UU., aunque el putch venía revelándose en los medios. Pero Batista, justificando ante los norteamericanos la reputación de una persona de acción, de “mano fuerte”, cerró los periódicos “Hoy” y “La palabra”, las revistas “Mella” y “La última hora”. La gente de Fulgencio llevó a cabo un ataque al programa televisivo “Universidad en el aire”. Lo destruyeron y golpearon cruelmente a los corresponsales. Para que sea completo el acto, este suspendió una transmisión de TV – absolutamente inofensiva, que no sería clasificada como neutral, sino contemplativa – “Ante la prensa”. Fue hecho por si las moscas.

La prensa norteamericana, llevada de la mano de Lansky y las familias neoyorquinas, justificaba la actividad del dictador, ligándola a la necesidad de organizar una severa resistencia a la difusión de la peste comunista. La guerra fría      se hallaba en pleno apogeo y favorecía a la política de Batista y de la mafia. Se estableció una dictadura.

Fidel resultó que se hallaba en la cárcel tras el intento fracasado del asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953. A ciento treinta y cinco sublevados se le oponían dos mil soldados del ejército regular. Decenas de compañeros de lucha de Fidel fueron asesinados cruelmente por la soldadesca. Quedó vivo milagrosamente, y tras las rejas esperaba el juicio. El líder rechazó al abogado. Decidió defenderse a sí mismo.

En las audiencias del asunto №37 de 1953 presidía la sesión un tribunal extraordinario. Precisamente aquí no nació un líder de una separada banda de insurgentes, sino un político a escala pancubana. “El Movimiento 26 de julio” se dio a conocer por la boca de su líder, como una fuerza real en Cuba. El discurso acusatorio en su defensa, lleno de un enojo justo, maravilló hasta a los lameculos de Batista y fue acogido con entusiasmo por el pueblo.

El 16 de octubre, en una pequeña sala de una escuela de enfermeras adjunta al hospital “Saturnino Lora”, se celebró una farsa judicial sobre Castro. Él ya había sobrevivido a dos atentados fallidos en la celda de arresto del municipio, donde lo colocaron en una cámara individual. Cuando se irguió en toda su estatura, llevando una toga descolorida, ante sus acusadores, aquellos comprendieron que en vano le permitieron hablar a Castro. Pero ya era tarde.

      Su discurso duró mucho más que el del procurador, que motivó la necesidad de encarcelar a Castro a 26 años de prisión, se limitó a hacerlo en dos minutos. En realidad, a la brevedad le da igual de quien hermana ser: del talento o de la dislalia. Fidel necesitó varias horas para exponer su opinión, y nadie se atrevería a interrumpirle, ya que él decía la verdad. No obstante, el procurador varias veces lo interrumpió con réplicas maliciosas, repugnantes comentarios y preguntas mordaces. Las respuestas del arrestado hicieron alzar a este ante los ojos de los soldados que lo escoltaban.

– Acudimos a la violencia de manera forzada, como lo hacían los héroes cubanos. José Martí, ideólogo inspirador de nuestro asalto.

Alzamos la mano a los que realizaron la revuelta militar contra la Constitución y el poder legítimo, porque no veíamos otro medio de luchar contra la junta criminal. Podemos justificar nuestro proceder no solo desde el punto de vista moral, sino en el plano jurídico. Siendo jurista, envié a la Corte Suprema del país una denuncia sobre la usurpación ilegal del poder por el general Batista. Mi queja fue ignorada por el juicio, aunque, si tomamos el total de los crímenes cometidos por Batista, a este se le debería condenar a cien años de prisión. Eso me convenció a mí y a mis partidarios en tomar las armas en las manos, ya que era imposible cambiar algo en el país recurriendo a otros medios.

Si los órganos del poder público no resultaron ser capaces de enfrentarse contra los rebeldes militares, y el ejército pasó al lado del dictador inmoral y bajo la dirección de este realizó un golpe de estado, eso significa que el pueblo no solamente puede, sino ha de armarse y conquistar la independencia con las armas en las manos. ¡El pueblo tiene derecho a sublevarse contra la tiranía!

– ¿Quién eres tú para hablar en nombre del pueblo? – el fiscal se puso a golpear la cátedra con el puño.

– El abogado Carlos Manuel de Céspedes y el mulato-arriero Antonio Maceo empezaban su lucha libertadora siendo completamente desconocidos. ¡Ahora acerca de los héroes componen leyendas, sus nombres son la bandera de nuestra lucha! – contestó el condenado, ardiéndole los ojos – Continuamos la guerra sagrada contra el colonialismo, solo que ahora es una guerra con la dependencia en cierto grado diferente. No vemos a los agresores. La invasión se hace con su dinero, pero aplicando las manos de la camarilla militarista, la cual asesina a los patriotas por complacer a sus dueños y a precios míseros les entrega la tierra cubana. Nuestros hombres se convierten en esclavos, y las mujeres en prostitutas.

13La cita del libro de Moreno Rodríguez “Fidel Castro. La biografía”. Fue editado en 1959 en La Habana.
14Do you have an invitation? – ¿Tiene Ud. una invitación? (ingl.)
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