A las presuposiciones razonables de los adolescentes acerca de que el helado de igual manera se derretiría hasta que el policía lo llevara hasta sus niños, el sin prole Murillo contestaba que no habría tiempo para derretirse. Él no tacañeaba en este caso, ya que se ingeniaba a exterminar la golosina como si fuera un meteoro. Necesitaba pocos minutos para acabar con los helados. Sí, minutos porque, habitualmente, ya que él no se limitaba a dos-tres porciones. La cifra aceptable para Helado era “seis”. El teniente conocía a fondo los problemas de la urinaria y otras evacuaciones, y ya un año entero intentaba obtener en el Departamento de Policía a un nuevo compañero de trabajo, que no sea tan listo como el favorito de la jefatura, el sargento Mendoza. En su labor ingrata, el apresuramiento solamente causa daño.
Este charanguero quedaba satisfecho con las menudencias y hasta no podía imaginar que en sus redes ahora quedó atrapado un “pez gordo”.
Solamente el teniente Murillo, el que decidió que no valía la pena dar a conocer el asunto a su socio, conocía de vista a Lázaro Muñero.
– Mendoza, pasa por “La Rumba” – ahí hay un magnífico cuarto de baño. Haz tus necesidades apremiantes, mientras tanto hablaré con un viejo conocido.
– Bien – sin pensarlo mucho, Baño se dirigió al club.
– Ahora escucha, guapetón – haciendo una mueca terrible y, además, empujando con el dedo índice en el pecho del sospechoso, rugió a Lázaro el policía – Tu amiguito Julio César ya no tendrá la oportunidad de ingresar en el “Club de Cantineros”. Aunque resultó ser un chivato de primera. Tu cómplice te entregó con los callos, y lo hizo como en la palma de la mano. Es así como arreglaron el asunto con el alemán. Lo de “Che Guevara” es una buena jugada tuya – hay que acostumbrarse, ya que estarás encarcelado en la ciudad de la guerrilla, en Santa Clara. Estarás tras las rejas unos veinte años, como político. Un robo con allanamiento en un hotel es un sabotaje ideal contra uno de los artículos fundamentales del presupuesto del estado. ¿Sabes qué instrucciones nos cursan antes de montar la patrulla? Nos advierten que soplemos el polvo de los turistas. ¿Y no ves eso? ¡La policía vial no los detiene por exceso de velocidad, y hasta no los multan en el caso de conducir en estado de embriaguez! Nos tapamos los ojos a todo eso. Solamente que vengan de turistas al país. ¡Que traigan esas divisas malditas! ¿¡Y tú qué estás haciendo?! Estás socavando. ¡Eso es! ¡Estás socavando! ¿Pero lo sabes que estás socavando?
Al haber concebido que de improviso llegó el apocalipsis, la frente de Lázaro se cubrió de sudor. Meneaba la cabeza de manera inadecuada, pero el teniente Murillo percibió esos gestos como respuesta negativa a su pregunta. ¡No lo sabes! Cómo puedes saberlo… Serán las bases… Estás socavándolas. ¿Crees dársela con queso a todos? Es que dispongo de información, que en aquella ocasión lograste alcanzar Miami. A todos les dijiste que habías ido de pesca. ¡Es sabido que varios meses estuviste fuera de aquí! ¿Crees que somos tontos? Simplemente nos compadecimos de ti y de tu madre. ¡Cómo nos agradeciste, bastardo! ¿Puede ser que los gusanos de Miami te hayan dado una misión – saquear a los turistas en Varadero y en Guardalavaca, para reducir el flujo de extranjeros y debilitar la economía de la Cuba Libre?
– Suéltame, Manuel… – imploró sollozando Lázaro – tengo trescientos dólares… Devolveré el brazalete y la videocámara. Y la ropa interior…
La conversación iba adquiriendo para el señor Murillo una forma específica, comercial. Continuando de esta manera la conversación se podría obtener un gran dineral… Si no hubieran partido los huéspedes alemanes de Cuba sin sus declaraciones, ya que el robo tuvo lugar un día antes del vuelo a Frankfurt, el teniente no se habría internado en las explicaciones del corriente momento político al proxeneta y alborotador incorregible, tal como era el detenido Lázaro Muñero. Pero las víctimas se esfumaron. El socio de Lázaro se derrumbó, el ayudante eterno del barman Julio César, pudo haber denigrado al amiguito. Quién lo sabe. Le dieron unos buenos garrotazos, y este desolló al primero, que le vino a la mente, solamente para poder justificarse así. Pues, había que llegar a un acuerdo hasta que volviese Mendoza.
– Hoy, de ti espero el brazalete y el dinero. La videocámara me la traerás mañana. Hasta la mañana ya te habré fabricado una coartada verosímil, lo que está balbuceando tu amigo Julio César no es admisible. No hay huellas dactilares tuyas, y solamente los alemanes podrán identificarte. A propósito, esto ha de ser lo más difícil. Cálmate, las declaraciones de los testigos son de mi incumbencia. Lo más importante es que hoy ya habrá que devolver a los burgueses aunque sea el brazalete y, tenlo bien claro, la lealtad del equipo de investigación no es algo gratuito. En el caso dado, trescientas divisas no serán bastante para cubrir el asunto – se rascó la barbilla “el bonachón simpatizante” Murillo.
– Esto es todo lo que pudo conseguir hoy… – juró el ladrón esperanzado – el brazalete y el dinero lo tiene mi chica. Habrá que pasar por su casa y traerlos. No está lejos, en Cárdenas.
– Vale, la pasta restante la devuelves luego. Tendrás que disponer aproximadamente de una suma como la de hoy. Hazlo sin apresurarte mucho. Me las devolverás al cabo de cinco días. ¿Qué te parece? Solamente no más tarde de los próximos días de descanso. Habrá que hacerlo a tiempo – el domingo es mi cumpleaños. De tu parte un regalo.
– Pues, me voy a buscar el brazalete y el dinero… ¿Manuel, puedes quitarme las esposas? – Lázaro, al tropezar con la habitual manera corrupta de los patrulleros, gradualmente, iba recuperándose.
– Mientras tanto permanecerás esposado. En el coche no despegues la boca acerca de la conversación sostenida. ¿Comprendiste? – le advirtió severamente Murillo.
Lázaro hizo un gesto aprobativo.
En la oscuridad se vio aparecer la silueta de Esteban Mendoza.
– ¿Qué decidiste hacer con este engendro? – preguntó muy interesado el sargento.
– Creo que no estarás en contra de que hoy yo tengo merecidamente mis veinte convertibles. Aunque sea por la muy amplia información dada por este canalla – balbuceó con refunfuño Murillo, haciendo empujar al detenido al coche de policía – ¡No tiene consigo ni un centavo! Tendremos que ir a la casa de su chica.
El coche emprendió la marcha hacia Cárdenas.
… Lázaro se alegró al haberse enterado de que Elizabeth estaba sola en casa.
– Y si Juan Miguel y Eliancito ya hubieran vuelto de Camagüey – lo recibió con manera descontenta la adormilada Eliz.
– ¡Vuelves a temblar de miedo ante el ex marido! Tengo problemas, cariño mío. ¿Ves el coche de policía? Esta es mi escolta. Necesito dinero con urgencia. ¡Lo devolveré! Si no me ayudas, repito, – aquí llegará mi fin…
– ¿Qué es lo que volviste a hacer de mala gana? – intimidada pronunció Elizabeth.
– Dejémoslo para después. Si no me ayudas, repito – aquí llegará mi fin. Me metí hasta los codos.
– ¿Cuánto dinero necesitas?
– Trescientos dólares.
– No dispongo de tal suma.
– Entonces, estoy perdido. Me meterán en cana. La única salida es untar las manos de estos bastardos… Hurté a unos extranjeros.
A Elizabeth, de improviso, se le ocurrió la idea de que el brazalete y la ropa interior, que le habían regalado el día anterior, todo estaba ligado de una manera muy estrecha. Lázaro sufrió por ella. Pobre chico…
– ¿El brazalete? – en este caso la intuición no le engañaba a ella. Y solamente la motivación de su héroe se extendía tras los límites de la compresión de la confiada mujer enamorada.
Lázaro refunfuñó algo ininteligible, confirmando con su barboteo las suposiciones de Elizabeth.
Su amado está en peligro y ella puede ayudarle. Es que hay dinero en casa. Juan Miguel repetía incansablemente que hasta en la actual situación, tras el divorcio, ellos disponían de un presupuesto común y ella podía tomar de allí hasta toda la suma, actuar a su propio parecer. Una buena mitad de los ahorros eran las propinas de Eliz, juntadas durante casi dos meses. En la “hucha secreta” se acumularon unos trescientos dólares y algunas moneditas. Y el brazalete… Eso simbolizaba ni más ni menos que un desgraciado atributo de un mundo ajeno, casi cósmico, quizás. Hasta al ponérselo en la muñeca, le parecía ser un cuerpo extraño, la mente se negaba a reconocer la propia mano, anillada con una cara bagatela. Habrá que devolvérselo…
Estaba extrayendo el contenido del jarro secreto y con tejemaneje recontaba el dinero. ¿Qué dirá Juan Miguel cuando descubra en el lugar secreto solo unos pesos cubanos? ¿Qué pensará? ¿Cómo explicarle la desaparición del dinero? ¿Inventar algo? ¿Decirle que les robaron, o dar a conocer lo ocurrido? ¿Y luego qué? ¿Y ahora qué? Los une solamente la criatura. Los dos lo comprenden bien. Nada puede volver a ser como antes, como no se puede reanimar un cadáver…
– He aquí el dinero y el brazalete – le tendió la suma necesaria a Lázaro y el objeto que le ardía en la mano.
– Allí se encuentra eso… Habrá que devolver esa ropa interior – le hizo recordar el amante.
– ¡Cómo no! – Soltó un grito Eliz y, un ratito después, regresó con un pequeño paquete – ahí lo tienes. Entrégales todo, que te dejen libre y todo.
Él, sin agradecerle siquiera, se largó con los regalos devueltos y el dinero de una familia ajena a sus escoltas. Elizabeth quedó sola compartiendo un pensamiento, no podía hacerlo de otra manera.
Habiendo entrado otra vez en su dormitorio, echó un vistazo a la mesita de noche abierta con el cajoncito extraído, de donde un minuto antes había sido sacado el brazalete robado. Allí había otra joya más, un abalorio de semillas y conchas, el primer regalo de Juan Miguel. Lo tomó en sus manos y la voz interna constató el hecho: “Eso me pertenece a mí y es solamente mío, y nadie me pedirá que sea devuelto” …
Pero la voz proveniente de la subconsciencia en ese mismo instante quedó callada. Eliz puso cuidadosamente el abalorio en su sitio y cerró el cajoncito.
… El teniente Murillo, que había dejado a Baño en el coche interceptó a Lázaro en la esquina y se llevó el dinero junto con el brazalete sin actas ni protocolos.
– ¿Aquí hay trescientos? – Frunció las cejas el policía largo de uñas – no voy a recontarlos. Dispones los cinco días para anular la parte restante. ¿Un brazalete y esto qué es? La ropa interior… Se los devolveré hoy mismo a los agredidos. Lo principal es que no te pongas a comentarlo. Lo de los alemanes, creo, que hasta mañana por la noche, todo estará arreglado, así como la coartada tuya también. Punto final, estás libre… Hasta mañana. ¿Espero que la videocámara esté en buen estado?
Murillo abrió las esposas y Lázaro se lanzó a correr de ese lugar.
– Ahora estamos pagados. Ambos hemos cortado dos de a veinte convertibles – hizo un guiño pícaro Manuel a Esteban.
– Tu ganancia será mayor que la mía, amigo – le insinuó el sargento a la picardía de su socio.
Murillo se salió de sus casillas:
– ¡¿Qué tienes en cuenta?!
– ¡Piénsalo! ¡Crees que no he visto como, aún estando en “¡La Rumba”, le arrancaste a él diez pesos convertibles! Eso sería que del ex barman recibiste treinta pesos y no veinte. ¡Me da igual, lo único que yo no quiero es que me tomes por un papanatas! ¡No soy un fracasado total!
– ¡Vete a…! – escupió por la ventanilla el teniente, ya estando tranquilo. Baño podía contemplar solamente la punta del “iceberg”, lo mínimo del asuntillo que hoy pudo arreglar Helado.
Los reveses de la vida. Lo que pudo ver Mendoza, resultó ser bastante para que en un futuro no lejano, cuando los agentes de seguridad empezaran la investigación acerca de un asunto completamente diferente, en el cual también figuraba Lázaro Muñero García, acusar al teniente Murillo en actos de corrupción:
– No conocía visualmente a Muñero. Mientras que el teniente Murillo lo conocía ya que efectuaba la instrucción. Él sabía que aquel sospechaba en el robo de los turistas alemanes y lo soltó por treinta pesos. Se vendió por treinta monedas de plata, Judá. Los colegas del departamento no dudaban que Murillo y Mendoza valían el uno como el otro. Haciendo recordar una tarifa entera de apodos de los dos “compañeros inseparables”, definieron unánimemente para evaluar la situación de la manera más oportuna posible, echando una broma muy precisa y certera en el vestuario:
– Baño, por fin, defecó… ¡Era helado!
* * *
Huir… Huir. Y cuanto antes, mejor. En este país maldito desde la infancia lo único que hacían era humillarle, expulsándolo de una de las escuelas, o de otra mientras que él simplemente defendía su opinión, como podía…
No importa que el casco sea viejo y el motor estuviera en las últimas. Hasta Florida hay 90 millas. Las pasaremos cueste lo que cueste…
Para la travesía se alistaron siete clientes de pago. Dinero en vivo. Podemos llevarnos a la madre recién recuperada del infarto, al padre y el hermano. Sería bueno si lleváramos a la criatura. Magnífica idea. Correcto. Aunque sea para hacerle una faena a Dayana y a su madraza cizañera, a doña Regla. Nunca lo respetaba, no lo consideraba ser un digno partido para su hijita. Procuraba encontrar algún nomenclador alisado de la Unión de Jóvenes Comunistas. Le tildaba de ignorante y desafortunado. Por ella todo se fue al garete lo de Dayana, la muchacha terca, que nunca se escaparía de la tutela de su madraza.
La chica no estaba en casa. Su madre, vieja quisquillosa, no quiso dar a Lázaro el pequeñuelo Javier Alejandro. ¡Qué es lo que se está permitiendo! ¡Es su criatura! Oh, si en casa, en vez de la señora, hubiera estado solamente el padre de Dayana, don Oseguera, entonces, Lázaro habría podido realizar lo ideado, el viejo Lorenzo era un inocentón, y sería muy fácil engañar a tal dominguejo.
Ya no había tiempo para organizar el secuestro del bebé. Doña Regla sospechó algo. ¡Una bruja sagaz! No obstante, Lázaro no parecía estar muy disgustado, ya que hurtar a su propia criatura era para él una tarea secundaria. El hecho de que, al finalizar exitosamente la travesía, el pequeñuelo Javier podía ser para él en los EE.UU. un agobio, tranquilizó la flagelación de Lázaro por este intento fracasado de un engaño “justo”.
El teniente Manuel Murillo, su vigilante avaro, lo seguía persiguiendo. Lázaro no tenía la intención de volver a cruzarse con él en esta vida pecadora y, más aún, no tenía ni el menor deseo de pagarle un tributo eterno.
El aventurero quemaba las naves. Aquí no tenía nada que perder. Para él la isla de la Libertad podía convertirse solamente en una cárcel.
Desde la infancia él era el más fuerte entre todos sus coetáneos, pero ellos con su espíritu gregario y colectivismo siempre se unían contra él, o, en vista de su debilidad, se quejaban a los maestros. Y si él juntaba entorno suyo a muchachos, los cuales reconocían su liderazgo incondicional y su autoridad innegable – lo clasificaban como delincuente y casi siempre conllevaba acabar expulsado del colegio.
Siempre había motivo alguno para actuar así. Es que él era una persona de acciones. Si a algún escolar lo han herido con una lezna, si a alguna alumna de los grados superiores le rompían la nariz o han tirado por el patio del colegio latas con excrementos, ya no había que dudar que esto sería asunto de manos de Lázaro y sus amigos.
Tales como él conquistan América. Porque actúan sin volver la cabeza atrás. Prosperando en los EE.UU., se vengará del sistema que lo ha rechazado…
No le dejaba en paz el problema principal, había que persuadir a su amante. Sin ella, más exactamente dicho, sin sus parientes forrados serían muy penosos los primeros días de estancia allí.
– Lo tengo todo preparado. ¡Ya mañana tú y Eliancito estarán en el paraíso! – no admitía objeciones Lázaro, impidiendo a la mujer a tomar la decisión, su decisión, en la casa de los padres.
– No me dispongo a irme a ningún lado – no lo admitía Eliz.
La artillería pesada de argumentos a favor de partir inmediatamente de modo inesperado tronó los labios de la madre canosa de Lázaro, doña María Elena, mujer imperiosa y locuaz, la cual intervino en la conversación de los amantes muy a propósito para Lázaro, que iba perdiendo la paciencia.
– Chica mía – se puso a arrullar doña María Elena – mi hijo te ama a ti. Si no fuera así, no habría vuelto de Miami. Vino, arriesgando su vida y la libertad, solamente por ti. Te necesita…
– Fíjate – se enfureció Lázaro – si no les va a gustar, no será nada difícil para mí hacer volver a los dos. ¡Esto es coser y cantar!
– Qué significa que no te va a gustar – intercaló estas palabras la madre aliada – allí no puede ser que no te agrade. Eliz, mi chico sabe cómo ganar dinero. Ya consiguió siete mil dólares. Lo que aquí es ilegal en aquel país es normal y admisible. Podrás ayudar a tu familia como esta merece.
Elizabeth permanecía callada. De repente, al haber recordado a Juan Miguel, pronunció:
– Para Juan Miguel Elián es su hijo, como para mí también. Eso será injusto respecto a él.
– ¿Injusto? – Se erizó la doña entrada en años – he aquí un caso monstruoso de injusticia respecto a ti, chica. Por si fuera poco, toda la ciudad siempre sabía sobre sus andanzas, te difamaba, no veía en ti a una mujer, a diferencia de mi chico. Pues él, quiero decírtelo, se la pasa casi todo el tiempo libre con su hijito de pecho.
– ¿Eliancito no es el único niño? – no lo creyó Elizabeth.
– Llévatela a esta dirección – le ordenó al hijo la madre y le tendió un desgarrado papelito, en el cual con una letra ordenada y apretada estaban dados la dirección y el número de la casa – que lo vea con sus propios ojos, solo hay que ir ahora mismo – añadió esta susurrando al oído del hijo. Lázaro trajo a la mujer conforme a las señas dadas por la madre de él. Aparcó su coche, sin apagar el motor, al lado de un edificio pintado de color azul, en una callecita empedrada de guijas entre el puerto y la fábrica de ron. No esperaron mucho rato. A la casa venía aproximándose una pareja. El hombre sostenía en sus manos una criatura. Los dos entraron en la casa y desaparecieron tras una puerta de hierro. Este era Juan Miguel.
– ¡Vayámonos! – ordenó Eliz con un tono decidido.
– ¿Puede ser que pasemos y veamos a qué se están dedicando? – su contrincante saboreaba el desenmascaramiento de Juan Miguel, el cual hasta hace un rato poseía una imagen impecable. El plan de su madraza resultó ser exitoso. El padre de Elián quedó denigrado. Apareció ante Eliz con un aspecto de embustero o, digamos, semi mentiroso. ¡Da igual! El resultado es lo primordial. Eliz pidió dos días para los preparativos…
* * *
22 de noviembre de 1999.
Los suburbios de Cárdenas
El viento seguía soplando ya hace dos días, infundiendo la inquietud no solamente en las columnas desordenadas de las olas oceánicas, sino en los corazones de media docena de personas, que se decidieron a abandonar la patria y que habían confiado su suerte en el piloto diletante que se llamaba Lázaro Muñero.
– Allí está el paraíso – así hablaba un hombre que llevaba colgado un machete del cinturón, pero el pequeño Eliancito, no se sabe por qué, no creía en eso, mirando el cielo deslucido, y a un repugnante buitre negro con la cabeza roja, que planeaba sobre la barcaza miserable, en la cual se habían reunido los condenados para emprender una travesía peligrosa.
La gente portaba los baúles con las prendas, pisando la escalera oxidada, volviendo la cabeza hacia atrás y regañando al caudillo muy seguro de sí mismo. Se despedían muy de prisa y corriendo con los pocos familiares, cuyos ojos se humedecían por las lágrimas.
El buitre negro, conocido como aura o tragón de carroña, ahora estaba dando vueltas sobre la barcaza en compañía de otras aves, uniéndose en una bandada entera de compañeros de esta especie. Desplegando las alas ralas, ellos se lanzaban en picada a las rocas ribereñas, o se levantaban por las nubes, la trayectoria inconcebible podía ser emparentada al caos, en el ánimo que reina entre los refugiados. A las aves que volaban de acá por allá, sin ser capaces de determinar la altura requerida, algunos de los que vinieron a despedir a los suyos creían que era el presagio de una desgracia.
Una de las jóvenes mujeres, que se llamaba Ariana, se arriesgó a emprender un viaje tan peligroso con su hijita de cinco años, pero le fallaron los nervios. Una escaramuza violenta con Lázaro le hizo comprender que arrancar sus mil dólares pagados, en calidad de avance por el traslado, ella de ninguna manera podría obtenerlos de nuevo, ya que el dinero había sido gastado en la preparación de la expedición. Entonces, la mujer entregó forzosamente a su chicuela a la madre, que vino a despedirse de ellos, y mostrando su desdén hacia Lázaro, o al riesgo que ahora le amenazaba solamente a ella, iba portando el último bártulo al casco. Este era de una vitalidad dudosa. Para Ariana ahorrar tal suma era prácticamente algo irreal, por eso no le quedaba, a su parecer, otra salida. La travesía de la pequeña Estefanía y su madre anciana la aplazaba para organizarla después… Cuando estuviera bien plantada en los EE.UU.
– ¿Mamá, por qué papá no se va con nosotros? – pestañeaba con sus ojitos castaños Eliancito.
– ¡¿No estás harto de chacharear sobre tu padrazo?! – Lo cortó bruscamente Lázaro, estando acalorado de la disputa con la loca Ariana, – te las pasas callejeando de un lado a otro los días enteros. Ya es hora de hacerse mayorcito. Mañana estarás en un país donde hay todo lo que puedas soñar…
– ¿Y un Mickey Mouse grande? – la pregunta del pequeño desconfiado Lázaro mentalmente la clasificó como primitiva, pero de igual modo contestó:
– Mickey Mouse no será lo único que podrás ver allí.
– ¿Y una nueva patineta?
– En ella irás a ver a Mickey Mouse – lo expresó con mordacidad este, cansado del interrogatorio estúpido del niño.
– ¿Habrá un machete de juguete en un estuche de cuero con motivos indios y con el perfil de Hatuey9? – siguió preguntando el chico melindroso.
– ¿Para qué necesitas un machete de ese tipo? Fíjate, tengo uno verdadero. Con él se puede cortar tu lengüita desobediente, si no cesa de desembanastar… – La amenaza no parecía ser tan inofensiva, en especial para Eliancito, que se asustó no tanto del irritado tono del conocido de mamá, sino del aspecto amenazador de su machete con un mango macizo hecho de madera rosa.
– ¿Es obligatorio que te la pases asustando al niño? – intervino la madre.
– No te enojes con él, niña mía – como siempre surgió a tiempo doña María Elena, fumando un cigarro – Todo eso tiene lugar por las divisas malditas. Le hicieron perder la cabeza al pobre chico. Ahora lo está pagando con el propio trabajo. Está tan atareado que no le queda tiempo para elegir las adecuadas expresiones. Querida, deberás comprenderlo. Es que él también está esforzándose por ti. En primer término, es por ti, nena.
– Quiero ver a papá… – mirando con esperanza a su mamá, pidió Eliancito.
– Ahora él es tu papá, – la vieja anciana con el cigarro en la boca, parecía ser un babalao10, indicó al conocido de mamá.
– No hay dos papás. ¡Papá ha de ser solo uno! – rechazó esas palabras el niño, apretando los labios y buscando con los ojitos la afirmación de su conclusión, aunque fuera con una gesticulación mímica aprobatoria de su mamá. Pero esta no reaccionó siquiera a su réplica. Permanecía callada.
– ¿Es verdad, mamá? – lanzó un grito Elián, tirándola de la manga.
La mujer no contestaba al hijo, observando ensimismada al último viajero que subió a bordo, en cuya mirada pudo leer sus propios pensamientos.
A Don Ramón Rafael, se le podía oír gimiendo, era el padre de Lázaro. El hijo y la mujercita de él pudieron convencerle de trasladarse solamente mediante un ultimato directo, afirmando que si él continúa obstinándose – desamarrarán solos.
¿Cómo él, una persona solitaria y de edad avanzada, podrá vivir luego sin sus familiares? Sean como sean, pero son los más allegados. Si parara a estos “viajeros”, lo martirizarían luego con reproches, chantajes y cavilaciones. Le pondrían el gorro a él, acusándole de que por culpa suya no materializaron en la práctica su sueño y no llegaron hasta el paraíso en la Tierra.
¿Quién sabe dónde está ese paraíso? Puede ser que esté aquí, en Cuba… Si una persona habla constantemente, que está viviendo mal, el Señor puede mostrarle como es “realmente mala la vida”. Cuando un hombre ve lo bueno hasta en condiciones donde la
vida no es muy fácil, Dios mostrará lo que es “verdaderamente bueno”.
Puede ser que Fidel de verdad sea profeta, semejante a Moisés. Cuarenta años a partir de 1959 estuvo él indicando el camino limitándose a una isla, explicando que no hay nada que buscar, que en realidad se hallan en el paraíso. En su isla poblada por miles de animales excepcionales y no hay ninguno que sea venenoso. Donde los árboles sagrados e imponentes, la ceiba, que crece junto a Caesalpinias fogosas. Donde se abre la mariposa nívea, y gorjea la diminuta ave tocororo, cuyo plumaje azul-rojo-blanco se asemeja a la bandera cubana. Quizás transcurridos cuarenta años de andanza por la isla su tierra se haya convertido en un paraíso, además, llegó a ser el Edén con ayuda de sus manos cansadas, que con la misma obstinación saben manejar el arado y el fusil…
– Debes ir por tu hijo – así se expresaba María Elena, instruyendo a don Ramón para el lejano camino – aquí estará perdido, se pudrirá en las mazmorras de Raúl. Allí se abren inimaginables perspectivas… Tu hijo te necesita. No lo traiciones.
… Cuando el caudillo de la primera guerra por la independencia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes, fue puesto por los españoles ante la opción de salvar a su hijo natal o traicionar a la patria, el héroe prefirió sacrificar la vida del hijo a rescatarla mediante el precio de la traición.
Don Ramón Rafael se orientaba bien en la historia, pero no creía poder ser capaz de un acto de heroísmo. Por dentro se arrepentía por la bajeza de espíritu y con todo corazón sentía que estaba cometiendo un error, pero, acostumbrado a seguir la corriente, como si fuera un zombi, entraba en un río turbio lleno de ilusiones ajenas, sin saber a dónde lo llevaría la corriente tempestuosa.
– ¡Dame el extremo! ¡Tíramelo! – Vociferaba Lázaro a un torpe jovencito, el cual intentaba sacar la soga del bolardo – ¿Por qué eres tan lento?… ¡Apaga el motor, la soga se puso tensa! No lo podrá hacer este debilucho…
– ¿Puede ser que demos marcha atrás? – preguntó de manera insegura el duro de oído Bernardo, que se asumió voluntariamente el modesto papel de contramaestre, pero, poniéndose al timón, inmediatamente creyó ser Magallanes.
– ¡Apaga el motor y apártate del timón, idiota! – ordenó Lázaro, mientras acompañaba sus exigencias con gestos expresivos…
– ¿Estás seguro de que luego lo pondremos en marcha? – Lo dudó el contramaestre rechazado, aunque se sometió al cacique, paró el motor con pocas ganas, bajó del puente de mando y con aire sombrío se dirigió al escotillón que llevaba a la bodega. Mejor sería ir a comprobar el remiendo hecho con soldadura en caliente, ejecutado de prisa en la sala de máquinas, que oír todo tipo ofensas. Realmente, en esta embarcación oxidada de los días de Batista, que era tan caduca, como el submarino alemán, hundido en estas aguas a mediados de la Segunda Guerra Mundial, había más de un remiendo bajo la línea de flotación. Pero Lázaro y su “contramaestre” solamente sabían la existencia de un agujero remendado.
– ¡Tira la soga para sí, pachucho! – Vociferaba a todo grito Lázaro, – Ahí está, holgazán. ¡Tírala a bordo! Por fin. ¡Desamarramos! – Hacía todo lo posible para que lo vieran en acción – decía palabrotas, se agitaba, se acaloraba…
A duras penas al motor se le aclaró la voz a fondo. Este comenzó a traquetear con aire enfermizo y apenas podía arrastrar a los fugitivos hacia el horizonte tras el cual se extendía la deseada Florida – puesto avanzado del sueño americano.
– ¡Yo quiero ver a papá! – mirando el agua tempestuosa tras la popa, Eliancito les hizo recordar que estaba a bordo.
– ¡Cálmalo, o si no yo lo tranquilizo! – Enseñó los dientes como un lobo a Elizabeth, le advirtió groseramente Lázaro – llévalo al camarote.
– Ahí tampoco hay sitio – le contestó Eliz mostrando la cara de pocos amigos y apretó al niño contra el pecho.
“Este Lázaro tiene un machete afilado, como una cuchilla. De estar mi papá aquí, sabría cómo arreglárselas…” – pensó Elián, y este pensamiento grato, junto con la manta de lana, con la cual mamá tapó al niño, empezó poco a poco a adormecer al joven pasajero del yate maldito. El aspecto poco atrayente de esta barcaza del sueño de manera adecuada correspondía a lo que le estaba predestinado por la suerte, ser el último refugio para los doce ciudadanos de Cuba, que se iban en búsquedas de una vida mejor.
La mayoría de ellos, a semejanza de Lázaro, no apreciaba su ciudadanía. Algunos, como don Ramón, quedaron sometidos a la voluntad ajena y seguían yendo por el trayecto trazado. Otros, como Elizabeth, actuaban instintiva y espontáneamente, obedeciendo a la primera emoción y prestando oído solo a una amargura fugaz y una ofensa insoportable a primera vista. Esto es una bien marcada característica de las mujeres latinoamericanas. Pero había entre esos desdichados, afectados por el virus de la desesperación y otros que intentaban hallar el suero de la salvación, no en el lugar donde lo producían, un hombrecillo que vagamente se imaginaba a donde lo llevaba una fea y destartalada embarcación del miedo, a la cual no se sabe por qué la tomaron por un deslumbrante buque níveo de la Esperanza…
* * *
Las incansables olas se batían contra los bordes, haciendo aflojar el yate, como un río feroz lanza de un lado al otro la canoa de los descuidados “extrémales” – fanes del balsismo. El mareo, novia eterna de la tormenta, cubrió a todos con un velo inmovilizador.
La gente, no acostumbrada al balanceo, vomitaba ahí mismo, en el camarote, sin atenerse a las reglas de urbanidad, y, ahora ya en voz alta, maldecía a Lázaro. En efecto, él convenció a todos que, habiendo calma en el mar y siendo el tiempo despejado, las lanchas fronterizas estarían yendo y viniendo por todos lados, lo que significaba que no se podía evitar la desgracia. Mientras que, en un día nublado, acompañado de una tormenta leve, no podrían ser abordados. En condiciones de mala visibilidad podrían pasar inadvertidos… Sería mejor que los advirtieran.